...

Había llegado a mi vida demasiado tarde y ahora se iba demasiado pronto ... Hush Hush

miércoles, 29 de abril de 2009

Te extraño

Es tan extraña la sensacion de extrañar... pero que va. Te extraño es todo tan absurdo, jamas lo voy a perdonar...
Idiota...
Me dejaste cuando mas necesitaba
Me abandonaste ...
Todo fue una mentira... nunca te importe en realidad...
Solo importas tú?? y tus estupidos e infantiles sentimientos....
puedes pudrite en tu propia mierda..
para mi ya no eres real.
solo un mal recuerdo del pasado que estoy decidida a borrar...

Capítulo 4

Llegué a mi cuarto justo a tiempo de meterme bajo las sábanas antes de que entrara Patrice acompañada de la señora Bethany. La figura de la directora se recortó contra la débil luz del pasillo, por lo que solo pude distinguir su silueta.
—Ya conoces las normas, Patrice —dijo en voz baja, aunque indudablemente seria. Decir que intimidaba sería quedarse corto, y eso que ni siquiera era yo a la que reprendía—. Debes comprender que las normas están para obedecerlas. No podemos andar corriendo por el campo en plena noche. ¿Qué diría la gente? Los alumnos se desmadrarían y podría ocurrir una tragedia. ¿Está claro?
Patrice asintió y la puerta se cerró de golpe. Me enderecé.
—¿Ha ido muy mal? —le pregunté en un susurro.
—No, solo un poco —gruñó Patrice mientras empezaba a desnudarse. Llevábamos una semana cambiándonos en la misma habitación, pero a mí seguía dándome vergüenza. A ella no. De hecho, ni siquiera dejó de mirarme mientras se quitaba la camisa precipitadamente—. ¡Pero si todavía vas vestida!
—Ah, sí.
—Creía que te habías ido de la fiesta.
—Lo hice, pero... No pude entrar en la escuela. Estaban de patrulla. Luego se dieron cuenta de dónde estabais y salieron pitando. He llegado tres minutos antes que tú.
Patrice se encogió de hombros al agacharse para recoger el pijama. Yo hice lo que pude para cambiarme sin volverme. La conversación se había terminado y yo había mentido con éxito a mi compañera de cuarto por primera vez.
Tal vez debería haberle explicado por qué me había retrasado. La mayoría de las chicas se morirían por contarle a todo el mundo que acababan de ligar con un chico guapísimo, pero quería que siguiera siendo un secreto, me gustaba. En cierto modo, el hecho de que yo fuera la única en saberlo lo hacía más especial. «Yo le gusto a él y él me gusta a mí. Tal vez pronto estemos juntos.»
Mientras volvía a meterme bajo las sábanas, recapacité y decidí que quizá estaba echando las campanas al vuelo. Los pensamientos se atropellaban en mi cabeza y me impedían dormir. Le sonreí a la almohada.
«Es mío.»


—He oído que anoche hubo una fiesta —dijo mi padre, dejando delante de mí una hamburguesa y patatas fritas; estábamos sentados a la mesa de mi familia.
—Hum... —contesté con la boca llena de patatas. Acabé de tragar y mascullé—: Es decir, eso me han dicho.
Mis padres intercambiaron una mirada y tuve la impresión de que incluso les hacía gracia. Qué alivio.
Sería la primera de las muchas cenas semanales de los domingos. Todo el tiempo que pudiera pasar con mi familia en los alojamientos del profesorado en vez de rodeada de alumnos de Medianoche, para mí era tiempo bien invertido. Aunque intentaban actuar de la manera más informal posible, era fácil adivinar que mis padres me habían echado de menos tanto como yo a ellos. Duke Ellington sonaba en el equipo de música y, a pesar del interrogatorio paterno, el mundo volvía a recuperar su orden.
—No os desmadrasteis mucho, ¿verdad? —Por lo visto mi madre había decidido pasar por alto el hecho de que yo hubiera negado mi asistencia a dicha fiesta—. Solo hubo cerveza y música, por lo que me han dicho.
—No sé nada del asunto —contesté, sin negarlo. Es decir, yo solo estuve unos quince minutos en la fiesta.
—Da igual que solo se tratara de unas cervezas —dijo mi padre sacudiendo la cabeza, en dirección a mi madre—. Las normas están para cumplirlas, Celia. Una cosa es el terreno de la escuela, pero ¿y si la semana que viene les da por ir a la ciudad? Bianca no me preocupa, pero algunos de los otros...
—No estoy en contra de las normas, pero es normal que los alumnos de mayor edad se rebelen contra ellas de vez en cuando. Es mejor tener algún que otro desliz sin importancia de vez en cuando que incidentes más graves. —Mi madre se volvió hacia mí—. ¿Cuál es tu asignatura preferida hasta ahora?
—La tuya, ¿cuál va a ser? —respondí, y la miré como queriendo decir si de verdad creía que iba a ser tan tonta como para responder otra cosa. Se echó a reír.
—Además de la mía. —Mi madre descansó la barbilla en la mano, saltándose a la torera la norma de no poner los codos sobre la mesa—. ¿Tal vez Inglés? Siempre te ha gustado mucho.
—No con la señora Bethany.
El comentario no me granjeó ninguna simpatía.
—Pues atiende a lo que te diga —dijo mi padre con severidad. Dejó las gafas sobre la mesa de roble con brusquedad, de un porrazo—. Tómatela muy en serio.
Qué tonta había sido, pero si era su jefa. ¿Qué ocurriría si corría la voz de que su hija iba por ahí hablando mal de la directora? Tal vez debería dejar de pensar solo en mí para variar.
—Me esforzaré —le prometí.
—Sé que lo harás.
Mi madre cubrió mi mano con la suya.


El lunes entré en la clase de Inglés decidida a hacer borrón y cuenta nueva. Hacía poco que habíamos empezado a hablar de la mitología y el folclore en la literatura, dos temas que siempre me habían gustado. Si había algún área en que poder demostrarle mis aptitudes a la señora Bethany, era precisamente esa.
Aunque estaba visto que no iba a poder demostrarle nada.
—Supongo que relativamente pocos de ustedes habrán leído nuestro siguiente libro de estudio —dijo, a medida que iba repartiendo por la clase una pila de libros de tapa blanda. La señora Bethany siempre olía a lavanda. Femenino, pero muy penetrante—. Sin embargo, imagino que prácticamente todos habrán oído hablar de él.
Los libros llegaron hasta mi escritorio y cogí un ejemplar de Drácula, de Bram Stoker.
—¿Vampiros? —oí que Raquel murmuraba en la fila de enfrente.
Nada más pronunciar esas palabras, el aire pareció cargarse de electricidad.
—¿Tiene algún problema con el libro, señorita Vargas? —le espetó la señora Bethany, clavando su brillante mirada de ave rapaz en Raquel, quien daba la impresión de haber preferido morderse la lengua antes de abrir la boca. Le estaban saliendo bolas al único jersey de la escuela que tenía, al que también se le estaban gastando los codos.
—No, señora.
—Pues no lo parece. Por favor, señorita Raquel, ilumínenos. —La señora Bethany se cruzó de brazos, encantada con el modo de conducir la situación. Tenía unas uñas gruesas y extrañamente surcadas—. Si encuentra que las sagas escandinavas sobre monstruos gigantes son merecedoras de su atención, ¿por qué no las novelas sobre vampiros?
Raquel estaba perdida respondiera lo que respondiera. Ella intentaría contestar y la profesora echaría por tierra su argumento, cualquiera que fuera, y así podíamos tirarnos casi toda la hora. Ese era el modo de entretenimiento que la señora Bethany había escogido durante sus clases: elegía a alguien a quien torturar, por lo general para deleite de los alumnos por cuyas poderosas familias sentía una obvia predilección. Lo más sensato habría sido guardar silencio y dejar que ese día Raquel fuera la cabeza de turco de la señora Bethany, pero no pude resistirme.
Levanté la mano, tímidamente. La señora Bethany apenas me miró.
—¿Sí, señorita Olivier?
—Con todo, Drácula no es un libro muy bueno, ¿no? —Todos me miraron desconcertados, sorprendidos de que alguien además de Raquel se hubiera atrevido a contradecir a la señora Bethany—. Tiene un lenguaje muy florido y muchas cartas dentro de otras cartas.
—Ya veo que alguien desaprueba el estilo epistolar que tantos autores distinguidos emplearon durante los siglos XVIII y XIX. —El repiqueteo de los tacones de los zapatos de la señora Bethany sobre el suelo embaldosado resonó con fuerza extraordinaria al encaminar sus pasos hacia mí, olvidando a Raquel. El aroma a lavanda se intensificó—. ¿Lo encuentra anticuado? ¿Desfasado?
¿Quién me mandaría levantar la mano?
—Es que no se trata de un libro que se lea rápido, nada más.
—La velocidad, claro, el criterio por el cual se ha de juzgar toda la literatura. —Las risitas ahogadas que recorrieron el aula me hicieron encoger de vergüenza en mi asiento—. Tal vez querría que sus compañeros de clase se preguntaran si vale la pena estudiarlo.
—Estamos estudiando folclore —intervino Courtney—. Y los vampiros son un elemento común al folclore mundial.
No había salido en mi ayuda, únicamente estaba presumiendo. Me pregunté si lo haría para hacerme quedar mal o para que Balthazar se fijara en ella. Hacía días que procuraba que la falda le quedara lo más corta posible para lucir las piernas al máximo cada vez que se sentaba, pero hasta el momento no parecía haber surtido ningún efecto en él. La señora Bethany se limitó a asentir en dirección a Courtney.
—En la cultura moderna occidental no hay ningún vampiro más famoso que Drácula. ¿Por dónde empezar mejor?
—Otra vuelta de tuerca —contesté, sorprendiendo a todo el mundo, a mí incluida.
—¿Disculpe?
La señora Bethany enarcó las cejas. Nadie parecía saber a qué me refería salvo Balthazar, quien era evidente que se estaba mordiendo el labio para no echarse a reír.
—Otra vuelta de tuerca. La novela de Henry James sobre fantasmas, al menos en un principio. —No iba a iniciar el viejo debate sobre si el personaje principal estaba loco o no. Los fantasmas siempre me habían parecido aterradores, pero eran más fáciles de afrontar en la ficción que a una señora Bethany de carne y hueso—. Los fantasmas son incluso más universales en el folclore que los vampiros. Y Henry James es mejor escritor que Bram Stoker.
—Señorita Olivier, cuando sea usted quien programe las clases, podrá empezar por los fantasmas. —La voz afilada de la profesora podría haber cortado el cristal. Tuve que reprimir un estremecimiento al verla cernerse sobre mí más imperturbable que una gárgola—. Aquí se empezará por los vampiros. Aprenderemos de qué modo los han percibido diferentes culturas a lo largo de la historia, desde tiempos remotos hasta el día de hoy. Si lo encuentra aburrido, anímese, no tardaremos mucho en llegar a los fantasmas, avanzaremos bastante rápido, incluso para usted.
Después de eso aprendí a estarme calladita.
Al acabar la clase, ya en el pasillo, temblorosa por culpa de esa extraña debilidad que siempre acompaña a la humillación, fui abriéndome paso lentamente entre los bulliciosos alumnos. Parecía como si todo el mundo tuviera un amigo con quién pasar el rato menos yo. Raquel y yo podríamos habernos consolado mutuamente, pero ella ya había desaparecido.
—Otra lectora de Henry James —oí que decía alguien.
Me volví y vi a Balthazar, que había apretado el paso para darme alcance. No estaba segura de si se había acercado para transmitirme su apoyo o para evitar a Courtney, pero en cualquier caso me alegré de ver una cara amiga.
—Bueno, yo solo he leído Otra vuelta de tuerca y Daisy Miller, nada más.
—Pues lee Retrato de una dama, creo que te gustará.
—¿De verdad? ¿Por qué?
Supuse que Balthazar diría algo sobre lo bueno que era el libro, pero me sorprendió.
—Va de una mujer que quiere definirse a sí misma en vez de permitir que otra gente la defina a ella. —Se iba abriendo paso entre la gente sin ningún esfuerzo y sin apartar la vista de mí. El único chico que en algún momento me había mirado con aquella intensidad era Lucas—. Tuve el presentimiento de que te interesaría el tema.
—Puede que tengas razón —dije—. Lo buscaré en la biblioteca. Y... gracias. Por la recomendación.
Y por pensar tanto en mí.
—De nada. —Balthazar sonrió de oreja a oreja, luciendo ese hoyuelo de la barbilla, pero entonces ambos oímos reír a Courtney, no demasiado lejos, y él puso una cara de pánico fingido que me hizo reír—. Hora de salir corriendo.
—¡Rápido! —le susurré al tiempo que él se escabullía por el pasillo que le quedaba más cerca.
Aunque el apoyo de Balthazar me había levantado el ánimo, seguía sintiéndome fatal después del enfrentamiento con la señora Bethany, así que decidí dar un paseo cortito por los jardines en busca de un poco de aire fresco y tranquilidad antes de comer. Tal vez podría disfrutar de unos minutos a solas.
Por desgracia, no fui la única a la que se le había ocurrido la misma idea: fuera había varios alumnos paseándose mientras escuchaban música o charlaban. Reparé en un grupo de chicas sentadas a la sombra. Por lo visto ninguna de ellas volvía a su dormitorio para comer y, mientras las veía cuchichear entre las sombras proyectadas por uno de los viejos olmos, se me ocurrió que seguramente estarían a dieta, pensando en el Baile de otoño.
Solo había una persona allí fuera a quien me apetecía ver. Lo recordé del primer día y lo reconocí por la descripción de Lucas.
—Vic —lo llamé.
Vic me sonrió.
—¡Eh!
Cualquiera diría que éramos viejos amigos en vez de ser la primera vez que hablábamos. Su suave cabello de color castaño dorado asomaba por debajo de la gorra de los Phillies y llevaba un mp3 con una carcasa estampada de espirales de color naranja y verde.
—Hola, ¿has visto a Lucas? —le pregunté, cuando se acercó a mí al trote y se quitó los auriculares
—Ese tío es un zumbao. —En el mundo de Vic, «estar zumbado» por lo visto era un cumplido—. Iba a pirárselas de la sala de estudio cuando voy y le digo: «¿Oye, qué haces?». Y él va y me dice que si le puedo cubrir y eso, ¿no? Bueno, pues eso hacía hasta ahora, pero tú no vas a delatarlo, tú eres legal.
Teniendo en cuenta que Vic y yo nunca habíamos hablado antes, ¿cómo podía saber si yo era legal o no? Pero entonces me pregunté si Lucas no le habría hablado de mí, y la idea me hizo sonreír.
—¿Sabes dónde está?
—Si me lo preguntara un profe, no sé nada, pero ya que eres tú... Yo miraría por la cochera.
La cochera, que quedaba al norte, cerca del lago, era donde antaño se guardaban los caballos y las calesas. Con el tiempo se había transformado en las oficinas administrativas de la Academia Medianoche y en la residencia de la señora Bethany. ¿Qué estaría haciendo Lucas allí?
—Creo que voy a darme un paseo por allí —dije—. Solo voy a caminar un rato, ¿eh? No voy a hacer nada en particular.
—Tope —contestó Vic, asintiendo con la cabeza como si yo hubiera dicho algo realmente inteligente—. Lo has pillado.
Mientras me dirigía con toda parsimonia hacia la cochera, como quien no quiere la cosa, iba pensando en que Vic no era precisamente un lumbrera, aunque parecía un chico majo. Por lo menos no era el típico alumno de Medianoche. Nadie se fijó en mí cuando me alejé de los demás; eso era lo bueno de parecer invisible, que podías desaparecer como si lo fueras.
En aquella parte no había bosque en el que poder cobijarme, solo el extenso césped de los prados, lleno de tréboles y varios árboles dispuestos a intervalos regulares que seguramente fueron plantados mucho tiempo atrás para proporcionar sombra. Atisbé entre la maleza el cuerpo de una ardilla muerta, apenas un testimonio marchito de lo que había sido; el viento le erizaba la cola tristemente. Arrugué la nariz e intenté ignorarla para concentrarme en lo que andaba buscando. Aminoré el paso y presté más atención con la esperanza de oír a Lucas.
La cochera era un edificio alargado y blanco, de una sola planta. Supuse que un segundo piso no habría tenido sentido si los inquilinos iban a ser unos caballos. Estaba rodeado por árboles altos que lo envolvían todo en unas sombras tan densas que casi parecía de noche, y solo unos cuantos rayos vacilantes de luz alcanzaban el suelo. Me acerqué a la parte trasera de puntillas, asomé la cabeza al llegar a la esquina y vi a Lucas saliendo por la ventana de la señora Bethany. Aterrizó con ligereza y cerró los batientes con cuidado detrás de él.
En ese momento, se volvió y me vio. Nos quedamos mirándonos fijamente un segundo eterno y tuve la sensación de haber sido yo la pillada in fraganti haciendo algo que no debía en vez de al contrario.
—Eh —balbucí.
En vez de intentar justificar su comportamiento, Lucas sonrió.
—Eh, ¿por qué no estás comiendo?
Su caminar despreocupado al acercarse a mí me dejó claro que Lucas pretendía fingir que no había ocurrido nada, que yo no había visto nada fuera de lo normal. ¿O acaso yo le había dado pie a que creyera algo así al saludarlo en vez de preguntarle qué estaba haciendo?
—Creo que no tengo hambre.
—No es propio de ti pasarlo por alto.
—¿La comida?
—Hombre, yo me referiría antes a por qué no me has preguntado qué estaba haciendo en la oficina de la señora Bethany.
Solté un suspiro de alivio y ambos nos echamos a reír.
—Vale, si estás dispuesto a decírmelo, entonces no puede ser tan malo.
—Mi madre no deja de decir que solo firmará la autorización para que pueda ir a Riverton los sábados si saco un excelente en los exámenes parciales, pero tuve el presentimiento de que ya la había firmado y Química no la llevo muy bien, así que decidí comprobar si la autorización estaba en mi expediente. Como ya te dije: las normas y yo no acabamos de congeniar.
—Ya, claro. —Aunque no estuviera bien lo que había hecho, tampoco era tan terrible, ¿no? Era muy fácil confiar en Lucas—. ¿La has encontrado?
—Sí. —Lucas exageró su autocomplacencia para hacerme sonreír. Y lo consiguió—. Soy libre como un pájaro aunque saque un notable.
—¿Por qué son tan importantes los fines de semana libres? En verano estuve en la ciudad antes de que llegarais vosotros y, créeme, no hay mucho que ver.
Paseamos entre las sombras y fuimos avanzando con cuidado por uno de los lados hacia Medianoche, hasta que acabamos mezclándonos con los demás estudiantes sin ser observados. A los dos se nos daba bastante bien lo de andar con sigilo.
—Se me ha ocurrido que podría ser un buen lugar donde poder pasar un tiempo juntos. Lejos de Medianoche. ¿Qué te parece?
Dada la conversación que habíamos mantenido en el cenador, la sorpresa no debería haberme dejado tan patidifusa, pero lo hizo, y fue una sensación aterradora a la vez que, en cierto modo, maravillosa.
—Sí. Es decir, que me gusta la idea.
—A mí también.
Después de eso, los dos seguimos callados. Deseaba que me diera la mano, aunque yo todavía no me sintiera lo bastante lanzada para cogerle la suya. Rebusqué febrilmente entre mis recuerdos algo divertido que pudiera hacerse en Riverton, una ciudad más grande que Arrowwood, pero incluso más aburrida. Al menos había un cine donde a veces proyectaban películas clásicas antes de las sesiones normales.
—¿Te gustan las películas antiguas? —me atreví a preguntarle.
A Lucas se le iluminó la mirada.
—Me encantan las pelis, las antiguas, las de ahora, todas. Desde John Ford a Quentin Tarantino.
Le sonreí aliviada. Tal vez era cierto que todo iba a salir bien.


Esa misma semana, la estación cambió de la noche a la mañana. El frío fue el primero en despertarme con las primeras luces y lo noté en los huesos.
Me arrebujé entre las mantas, pero no sirvió de nada. El otoño ya había adornado los cristales con escarcha. No tendría más remedio que bajar el pesado edredón del estante superior de mi armario más tarde. A partir de ese momento, iba a ser más complicado no morirme de frío.
La luz seguía siendo tenue y alborada y supe que hacía un rato que había amanecido. Refunfuñando, me enderecé y me resigné a estar despierta. Podría haber sacado el edredón y haber intentado arañar unas cuantas horas de sueño, pero tenía que terminar de darle un último repaso al trabajo sobre Drácula o enfrentarme una vez más a la ira de la señora Bethany. Así que me puse la bata y pasé de puntillas junto a Patrice, que dormía profundamente, como si el frío no pudiera penetrar la fina sábana que la cubría.
Los baños de Medianoche habían sido construidos en otra época, en un tiempo en que los alumnos probablemente daban gracias por no tener que salir fuera para utilizar el lavabo como para ponerse tiquismiquis con cosas como las instalaciones: insuficientes cubículos, sin comodidades tipo vaciado eléctrico de las cisternas o espejos, y grifos distintos para el agua fría y caliente en los lavamanos diminutos... Les había cogido manía desde el primer día. Al menos ya había aprendido a acumular un poco de agua helada en la palma de la mano antes de abrir el grifo del agua caliente, que salía ardiendo. De ese modo podía lavarme la cara sin escaldarme los dedos. Noté el suelo tan frío bajo los pies descalzos, que me obligué a recordar ponerme calcetines cuando me fuera a la cama, como mínimo hasta la primavera.
En cuanto cerré los grifos, oí algo, un débil sollozo. Me sequé la cara con mi toalla y me acerqué al lugar del que procedía el gemido.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Los lamentos cesaron. Estaba empezando a pensar que me había metido donde no me llamaban cuando la cara de Raquel asomó por uno de los cubículos. Llevaba puesto el pijama y la pulsera de cuero entretejido de la que estaba visto que no se separaba nunca. Tenía los ojos enrojecidos.
—¿Bianca? —susurró.
—Sí. ¿Estás bien?
Raquel negó con la cabeza y se secó las mejillas.
—Estoy atacada, no puedo dormir.
—Ha empezado a hacer frío de golpe, ¿verdad?
No pude sentirme más idiota al decir aquello. Sabía tan bien como Raquel que no estaba llorando en el baño de madrugada porque hubieran bajado las temperaturas.
—Tengo que decirte algo. —La mano de Raquel se cerró sobre mi muñeca y la apretó con una fuerza que nunca le hubiera imaginado. Estaba muy pálida y tenía la nariz enrojecida de tanto llorar—. Necesito que me digas si crees que estoy volviéndome loca.
Una petición bastante rara indistintamente de quién la hiciera, cuándo, dónde o cómo.
—¿Crees que estas volviéndote loca? —le pregunté, con cautela.
—¿Quizá?
A Raquel se le escapó una risita entrecortada y eso me dio confianza: si era capaz de verle un lado divertido, entonces era probable que no le pasara nada grave. Eché una mirada a mi alrededor, pero el baño estaba vacío. A esas horas, podíamos estar seguras de que tendríamos los lavabos para nosotras solas durante un buen rato.
—¿Tienes pesadillas o algo así?
—Vampiros, capas negras, colmillos y toda la pesca. —Fingió que se reía—. Nadie diría que a alguien que ya no va a parvulario pudieran seguir dándole miedo los vampiros, pero en mis sueños... Bianca, son horribles.
—La noche anterior a que empezaran las clases tuve una pesadilla sobre una flor marchita —dije. Quería distraerla para que dejara de pensar en sus pesadillas y creí que tal vez ayudaría en algo compartir las mías, aunque me sintiera un poco tonta comentándola en voz alta—. Era una orquídea, o un lirio o algo así que se marchitaba en medio de una tormenta. Me dio tanto repelús, que no pude sacármela de la cabeza en todo el día.
—Yo tampoco puedo quitármelos de la cabeza. Esas manos muertas, apresándome...
—Solo piensas en esas cosas por el trabajo de Drácula —dije—. La semana que viene ya habremos acabado con Bram Stoker, ya lo verás.
—Ya lo sé, no soy tonta, pero tendré pesadillas con otras cosas. Nunca me siento segura. Es como si siempre hubiera una persona, una presencia, alguien, algo que se cierne sobre mí. Algo espantoso. —Raquel se inclinó hacia mí y me susurró—: ¿Nunca has tenido la sensación de que en esta escuela hay algo... malo?
—Courtney, a veces —contesté, intentando bromear.
—No me refiero a ese tipo de maldad, sino a la de verdad —le temblaba la voz—. ¿Crees en el Mal?
Nadie me había hecho jamás esa pregunta, pero sabía la respuesta.
—Sí.
Oí que Raquel tragaba saliva y nos quedamos mirándonos un momento sin saber qué decir. Sabía que debía seguir animándola, pero la intensidad de su miedo me obligó a prestarle atención.
—Aquí siempre tengo la sensación de que me observan —comentó—. A todas horas. Incluso cuando estoy sola. Sé que parece de locos, pero es verdad. A veces tengo la sensación de que las pesadillas continúan aunque esté despierta. Oigo cosas ya entrada la noche, arañazos y golpes en el tejado. Cuando miro por la ventana, te juro que a veces veo una sombra adentrándose en el bosque. Y las ardillas... Las has visto, ¿no? Hay ardillas muertas por todas partes.
—He visto un par.
Tal vez fuera el frío otoñal del ventilado y antiguo baño lo que hizo que me estremeciera, pero también pudo haber sido el miedo de Raquel.
—¿Alguna vez te has sentido segura aquí?
—No me siento segura, pero no creo que sea nada raro —contesté entre balbuceos. Aunque, claro, «raro» significaba cosas distintas para según quién—. Es esta escuela, este sitio. Las gárgolas, el edificio de piedra, el frío... Y el ambiente. Todo eso me hace sentir fuera de lugar. Sola. Y asustada.
—Medianoche te chupa la vida. —Raquel se rió débilmente—. ¿Lo ves? Chupar la vida. Como los vampiros.
—Lo que tú necesitas es descansar —dije con firmeza, recordándome a mi madre—. Algo de descanso y cambiar de lecturas.
—Lo de descansar no suena mal. ¿Crees que la enfermera de la escuela me daría pastillas para dormir?
—No creo que aquí haya enfermería. —Raquel arrugó la nariz, contrariada—. Pero seguramente podrás comprarlas en el drugstore cuando vayamos a Riverton —sugerí.
—Supongo. En cualquier caso es una buena idea. —Hizo una pausa y luego me sonrió, con los ojos llorosos—. Gracias por escucharme. Ya sé que parece de locos.
Sacudí la cabeza.
—En absoluto. Como ya te he dicho, Medianoche pone los pelos de punta.
—El drugstore —dijo Raquel en voz baja, recogiendo sus cosas para volver a su dormitorio—. Pastillas para dormir. Así dormiré a pesar de todo.
—¿A pesar de qué?
—Aunque continúe habiendo ruidos en el tejado. —Estaba muy seria, había adoptado la expresión de una persona mucho mayor de lo que correspondería a su edad—. Porque de noche hay alguien ahí arriba. Lo oigo. Eso no forma parte de la pesadilla, Bianca. Es real.
Bastante tiempo después de que Raquel regresara a su cama, yo seguía sola en el lavabo, temblando.

martes, 28 de abril de 2009

Capítulo 3

No te han hecho el uniforme a medida, ¿verdad? —comentó Patrice, alisándose la falda mientras nos preparábamos para el primer día de clase.
¿Cómo no me había dado cuenta antes? Las alumnas «legítimas» de Medianoche habían enviado sus uniformes a un sastre para que les metiera a las camisas por aquí o a las faldas por allá y conseguir que quedaran elegantes y favorecedores en vez de ramplones y asexuales. Como el mío.
—No, no se me ocurrió.
—Pues nunca lo olvides —dijo Patrice—. La ropa a medida es un mundo a parte. Ninguna mujer debería descuidar su aspecto.
Ya me había dado cuenta de lo mucho que le gustaba dar consejos y demostrar lo sofisticada e inteligente que era, algo que me habría fastidiado bastante de no ser porque tenía toda la razón del mundo. Lancé un suspiro y seguí con lo mío: intentar que el cabello no me quedara abultado detrás de la cinta. Tarde o temprano vería a Lucas y quería tener el mejor aspecto posible, o al menos el mejor posible con aquella piltrafa de uniforme.
Después de hacer una larga cola en el gran vestíbulo, recogimos el listado de las asignaturas que nos habían asignado. Nos iban entregando una hoja de papel de uno en uno, tal como se había hecho durante cientos de años. Los alumnos que iban acercándose armaban bastante menos escándalo que los de mi antigua escuela en su misma situación. Parecía que todo el mundo conocía el funcionamiento.
Aunque tal vez lo del silencio solo fueran imaginaciones mías. Era como si mi ansiedad engullera el sonido y lo enmudeciera todo, hasta tal punto que empecé a preguntarme si alguien me oiría en el caso de ponerme a gritar.
Patrice no se separó de mí la primera hora, pero solo porque íbamos juntas a la primera clase, la asignatura de Historia estadounidense que impartía mi madre, el único pariente que tendría por profesor. En vez de la clase de Biología de mi padre, un tal profesor Iwerebon sería el encargado de darme Química. Me sentía incómoda caminando junto a Patrice sin saber qué decir, aunque tampoco tenía nada mejor que hacer... hasta que vi a Lucas. La luz que se colaba a través del cristal escarchado de los pasillos bañaba de bronce su cabello castaño dorado. Al principio creí que nos había visto, pero siguió caminando sin perder paso.
Esbocé una sonrisa.
—Nos vemos luego, ¿vale? —le dije a Patrice, alejándome de ella. Patrice se encogió de hombros mientras buscaba otras amigas con quienes pasear—. Lucas —lo llamé.
Ni siquiera pareció oírme. No quería ponerme a gritar, así que apreté el paso para darle alcance. Iba en dirección contraria a la mía —por lo visto no estaría en la clase de mi madre—, pero estaba dispuesta a correr el riesgo de llegar tarde.
—¡Lucas! —insistí, esta vez más alto.
Se volvió lo justo para ver quién lo llamaba y luego miró a su alrededor, como si le preocupara que alguien nos oyera.
—Eh, ¿qué tal?
¿Dónde estaba mi protector del bosque? El chico que tenía delante no se comportaba como si se preocupara por mí, sino como si no me conociera. Aunque en realidad no me conocía, ¿verdad? Habíamos hablado una sola vez y en el bosque, cuando había intentado salvarme la vida y yo se lo había agradecido haciéndole callar. Solo porque yo creyera que eso era el inicio de algo no significaba que lo fuera.
De hecho, daba la impresión de que no me conocía de absolutamente nada. Lucas volvió la cabeza un segundo, me saludó fugazmente con la mano y un gesto de cabeza, como cuando alguien saluda a un conocido cualquiera, y siguió caminando hasta que desapareció entre la multitud.
Ahí estaba, me acababan de dar calabazas. Me pregunté cómo era posible que entendiera a los chicos aún menos de lo que creía.
El lavabo de las chicas de esa planta estaba cerca, así que me colé en uno de los compartimentos y me rehice como pude en vez de echarme a llorar. ¿Qué había hecho mal? A pesar de lo extraño que había sido nuestro primer encuentro, Lucas y yo habíamos acabado manteniendo una conversación tan íntima como las que tenía con mis mejores amigas. Tal vez no supiera mucho de chicos, pero estaba convencida de que habíamos conectado. Me había equivocado. Volvía a estar sola en Medianoche y me sentía mucho peor que antes.
Cuando por fin me hube calmado, salí corriendo hacia la clase de mi madre, a la que por poco llego tarde. Ella me fulminó con la mirada y yo me encogí de hombros y me apoltroné en uno de los pupitres de la última fila. Entonces pasó de inmediato del modo madre al modo profesora.
—Veamos, ¿quién sabría decirme algo sobre la guerra de la Independencia? —Juntó las manos y miró expectante a sus alumnos. Me arrellané en el asiento, aunque sabía que no me preguntaría en la primera clase. Únicamente quería que supiera cómo me sentía al respecto. Un chico que se sentaba a mi lado levantó la mano para alivio de todos los demás. Mi madre sonrió levemente—. ¿Y usted es el señor...?
—Moore. Balthazar Moore.
Lo primero que debería saberse de él es que tenía el aspecto de alguien que podía llevar el nombre de «Balthazar» sin que nadie se burlara. Le quedaba bien. Parecía muy tranquilo por lo que mi madre pudiera preguntarle, pero sin la insolencia de la mayoría de los chicos de la clase; solo parecía seguro de sí mismo.
—Bien, señor Moore, si tuviera que resumir las causas de la guerra de la Independencia, ¿qué diría?
—Que las cargas impositivas establecidas por el Parlamento británico fueron la gota que colmó el vaso. —Hablaba con facilidad, sin prisas. Balthazar era grande y fornido, tanto que apenas cabía en el viejo pupitre de madera. Su postura convertía la incomodidad en elegancia, como si prefiriera mil veces estar repantingado que sentarse derecho—. Aunque a la gente también le preocupaba la libertad política y de religión, por descontado.
Mi madre enarcó una ceja.
—De modo que, Dios y la política son poderosos pero, como siempre, el dinero es el motor del mundo. —Se oyeron tímidas risitas por toda la clase—. Hace cincuenta años, ningún profesor de instituto estadounidense habría mencionado los impuestos. Hace un siglo, la conversación habría girado en torno a la religión. Hace ciento cincuenta años, la respuesta habría dependido del lugar de residencia. En el norte, os habrían hablado de la libertad política. En el sur, os habrían enseñado sobre la libertad económica, la cual, claro está, era impensable sin la esclavitud. —A Patrice se le escapó un bufido desdeñoso—. Y por descontado, en Gran Bretaña habría quien hubiera descrito a Estados Unidos como un estrambótico experimento intelectual condenado al fracaso.
Risas de nuevo: comprendí que mi madre se había ganado a toda la clase. Incluso Balthazar esbozó una sonrisa, tan encantadora que casi consiguió hacerme olvidar a Lucas.
De acuerdo, no. Pero esa sonrisa zalamera le hacía ganar muchos puntos.
—Y eso, más que cualquier otra cosa, es lo que quisiera que aprendierais sobre la historia. —Mi madre se remangó la chaqueta de punto y escribió en la pizarra: «Interpretaciones evolutivas»—. La idea que la gente tiene del pasado cambia tanto como lo hace el presente. La imagen en el retrovisor cambia a cada instante. Para comprender la historia, no es suficiente con conocer los nombres, las fechas y los lugares. Estoy convencida de que muchos de vosotros ya os los sabéis. Sin embargo, debéis aprender a distinguir las distintas interpretaciones que se le han dado a los acontecimientos históricos a lo largo de los siglos. Ese es el único modo de tener una perspectiva que resista el paso del tiempo, y es en eso en lo que este año centraremos gran parte de nuestros esfuerzos.
La gente se inclinó hacia delante, abrió sus libros y miró a mi madre completamente fascinada. En ese momento, comprendí que más me valía ponerme a tomar apuntes, como todos los demás. Puede que me quisiera más que a nadie, pero no dudaría en catearme la primera si tenía que hacerlo.
La hora pasó volando. Los alumnos no dejaban de hacerle preguntas para ponerla a prueba y las respuestas les convencieron. Mientras tomaban apuntes, sus plumas se movían a una velocidad que nunca hubiera creído posible y, en más de una ocasión, sentí que me entraba rampa en los dedos. Hasta ese momento no había caído en lo competitivos que iban a ser mis compañeros. No, no es del todo cierto, era evidente que eran competitivos en cuanto a la ropa, las posesiones y las pretensiones amorosas. Esa voracidad pendía en el aire que los envolvía. En lo que no había caído era que también iban a serlo en clase. Daba igual de lo que se tratara, en Medianoche todo el mundo quería ser el mejor en todo.
En fin, un poco de presión de nada...
—Tu madre es fantástica —me dijo Patrice, emocionada, en el pasillo, después de clase—. Tiene una visión global, ¿sabes a qué me refiero? Que no es nada estrecha de miras. La verdad, hay muy poca gente así.
—Sí, bueno... Espero parecerme a ella. Algún día.
En ese momento Courtney dobló la esquina. Llevaba el cabello rubio recogido en una coleta muy tirante que le hacía arquear las cejas con un aire aún más desdeñoso. Patrice se puso tensa. Por lo visto, aceptarme a su lado no implicaba tener que defenderme delante de Courtney, así que me preparé para recibir su arrogante comentario de turno. Sin embargo, podría decirse que me sonrió, aunque era evidente que Courtney pensaba que estaba siendo mucho más atenta conmigo de lo que me merecía.
—Este finde, fiesta —dijo—. El sábado. Junto al lago. Dejaremos pasar una hora después del toque de queda.
—Perfecto.
Patrice encogió un solo hombro, como si le importara tres pimientos que la invitaran a la que probablemente sería la mejor fiesta de Medianoche de ese semestre, al menos hasta el Baile de otoño. ¿O los bailes formales no molaban? Mis padres me lo habían pintado como el mayor acontecimiento del año, aunque ya había quedado claro que sus opiniones acerca de Medianoche y las mías distaban bastante.
La duda que me asaltó sobre los bailes me había impedido responder a Courtney, quien no me quitaba ojo, claramente molesta por no haberme deshecho en agradecimientos.
—¿Y bien?
Si hubiera sido un poco más atrevida, le habría dicho que era una pedante y una pelmaza y que tenía mejores cosas que hacer que ir a su fiesta.
—Esto... Sí, genial, será genial —fue lo único que conseguí decir, en cambio.
Patrice me dio un ligero codazo mientras Courtney se alejaba por el pasillo muy digna, al compás del balanceo de su coleta rubia.
—¿Lo ves? Te lo dije. La gente te aceptará porque eres... Bueno, porque eres su hija.
¿Qué tipo de desgracia humana había que ser para ascender en el ranking de popularidad del instituto gracias a tus padres? Sin embargo, tampoco podía permitirme despreciar la aceptación que me ganara, viniera de donde viniera.
—Por cierto, ¿de qué tipo de fiesta se trata? Es decir, ¿se va a hacer en los alrededores? ¿Y de noche?
—Tú ya has ido a alguna fiesta antes, ¿verdad?
A veces Patrice no se diferenciaba tanto de Courtney.
—Claro —contesté, pensando en las fiestas de cumpleaños de cuando era pequeña, aunque Patrice no tenía por qué saberlo—. Solo me preguntaba si... Iba a haber bebida.
Patrice se echó a reír como si hubiera dicho algo gracioso.
—Por favor, Bianca, madura.
Echó a andar hacia la biblioteca y me dio la impresión de que no quería que la siguiera, así que me volví sola a nuestro dormitorio.
No sabía cómo, pero todos pensaban que mis padres molaban. ¿Es que eso se saltaba una generación?


Mis padres me habían dicho que pronto me acostumbraría a la rutina y que, cuando lo hiciera, Medianoche empezaría a gustarme. Bueno, después de la primera semana, comprendí que estaban en lo cierto al cincuenta por ciento.
Las clases estaban bien, al menos la mayoría. A mi madre se le escapó en cierto momento que yo era su hija y enseguida añadió: «Ni Bianca ni yo volveremos a mencionar este hecho nunca más. Y vosotros tampoco deberíais hacerlo». Todo el mundo se echó a reír. Los tenía comiendo de la palma de la mano. ¿Cómo lo hacía? Y lo más importante: ¿por qué no me había enseñado a hacerlo a mí también?
Me costó acostumbrarme a otros profesores y echaba de menos la informalidad y la cercanía de mi antiguo colegio. Aquí los maestros me intimidaban y era impensable que alguien no pudiera cumplir sus altas expectativas. Toda una vida pasada en la biblioteca, donde ocultarme del mundo, me había preparado para trabajar duro y además le dediqué más tiempo a mis estudios que nunca antes. La única clase que me preocupaba era la de Lengua inglesa, porque era la que impartía la señora Bethany. Había algo en ella, en el modo en que se mantenía erguida o en que ladeaba la cabeza antes de que alguien contestara una pregunta en clase que, en fin, que me intimidaba.
Sin embargo, los profesores no serían un problema, estaba segura. En cambio, mi vida social era otra historia.
Courtney y otros alumnos de Medianoche habían decidido que yo no merecía su desprecio; mis muy apreciados padres me habían ganado el bendito derecho a ser ignorada, pero a nada más. Sin embargo, las «nuevas admisiones» me miraban con recelo. Por lo visto, compartir dormitorio con Patrice era razón suficiente para asumir que jamás me pondría en su contra o en contra de sus amigos. Los grupos se habían formado de un día para otro y yo me vi atrapada justo en medio.
La única «marginada» a la que conseguí aproximarme fue a Raquel Vargas, la chica del pelo corto. Nos habíamos pasado una mañana protestando por la cantidad de deberes de trigonometría que teníamos y aquello había sido casi el único contacto social que habíamos tenido. Tenia la impresión de que a Raquel le costaba hacer amigos. Parecía una chica solitaria, recluida en sí misma. En realidad no se diferenciaba mucho de mí, aunque parecía más desamparada.
Y los demás alumnos se aseguraban de que así fuera.
—El mismo jersey negro, los mismos pantalones negros —comentó Courtney con sonsonete un día que pasaba junto a Raquel— y la misma pulsera negra. Me apuesto lo que quieras a que mañana volveremos a verlos.
—No todo el mundo puede permitirse el uniforme en todas sus variantes, ¿sabes? —se defendió Raquel.
—No, eso es evidente —intervino Erich, un chico moreno, de cara afilada y ovalada, que solía seguir a Courtney a todas partes—. Solo la gente que realmente es de aquí.
Courtney y todos sus amigos se echaron a reír. Raquel se puso roja como un tomate, pero se limitó a dar media vuelta y a irse con paso airado, al tiempo que las risas se convertían en carcajadas. Nuestras miradas se encontraron al pasar por mi lado. Intenté expresarle sin palabras que me sentía mal por ella, pero creo que eso solo hizo que se sintiera peor. Por lo visto, odiaba que la compadecieran.
Estaba segura de que si hubiera conocido a Raquel en cualquier otro sitio, habríamos descubierto que teníamos mucho en común. Sin embargo, con lo mal que me sentía por ella, dudaba que fuera a hacerme ningún bien estar con alguien más deprimido que yo.
Aunque también estaba convencida de que yo no estaría ni la mitad de hundida de lo que estaba si hubiera conseguido comprender qué había sucedido entre Lucas y yo.
Íbamos juntos a la clase de Química del profesor Iwerebon, pero nos sentábamos uno en cada punta del aula. Cuando no estaba concentrada intentando descifrar el cerrado acento nigeriano del profesor, me dedicaba a lanzarle miraditas disimuladas. Nuestros ojos jamás se encontraban ni antes ni después de clase, y él nunca se dirigía a mí. Lo más extraño de todo era que Lucas no tenía ningún problema en hablar con nadie. Y no se cortaba un pelo a la hora de pararle los pies en cualquier momento a quien se pusiera gallito, pedante o grosero, es decir, prácticamente todos los que encajaban en el prototipo Medianoche.
Por ejemplo, un día en los prados, dos chicos empezaron a reírse de una chica que evidentemente no pertenecía al prototipo Medianoche, a quien se le había caído la bolsa con la que casi había tropezado. Lucas se acercó a ellos con paso decidido.
—Qué irónico —dijo.
—¿El qué? —preguntó Erich, uno de los chicos que estaba riéndose—. ¿Que ahora también dejen entrar a pardillos en esta escuela?
La chica a la que se le había caído la bolsa se sonrojó.
—Aunque fuera cierto, eso no sería una ironía —señaló Lucas—. Ironía es el contraste entre lo que se dice y lo que ocurre.
Erich hizo una mueca.
—Pero ¿qué dices?
—Os habéis reído de ella por haber tropezado justo antes de que vosotros os dierais de morros.
No tengo ni idea de cómo le puso la zancadilla, pero sé que lo hizo antes de ver a Erich despatarrado en el suelo. Hubo gente que se echó a reír, pero la mayoría de los amigos de Courtney fulminaron a Lucas con la mirada, como si salir en defensa de aquella chica no hubiera estado bien.
—¿Ves? Eso es una ironía —dijo Lucas, y siguió su camino.
Si hubiera tenido la oportunidad, le habría dicho que pensaba que había hecho lo correcto y no me habría importado que Erich, Courtney y los demás estuvieran mirando. Sin embargo, no tuve ocasión de hacerlo: Lucas pasó por mi lado como si me hubiera vuelto invisible.
Erich odiaba a Lucas. Courtney odiaba a Lucas. Patrice odiaba a Lucas. Por lo que yo sabía, prácticamente todo el mundo en la Academia Medianoche odiaba a Lucas salvo el surfero graciosito en que me había fijado el primer día... y yo. De acuerdo, Lucas era un poco macarra, pero también era valiente y honesto, cualidades que a más de uno le faltaban en aquella escuela.
Sin embargo, por lo visto tendría que admirar a Lucas de lejos. Por el momento, seguía sola.


—¿Todavía no estás lista? —Patrice se encaramó al alféizar de la ventana. Su esbelto cuerpo se recortaba contra la noche, grácil incluso a punto de saltar hasta la rama más cercana del árbol—. Los monitores pasarán enseguida.
Los monitores de pasillo vigilaban la academia todas las noches, aunque mis padres eran los únicos profesores a los que todavía no había visto merodeando por los corredores, agazapados para abalanzarse sobre quien pretendiera saltarse las normas. Aquella razón era suficiente para salir cuanto antes, pero seguí intentando arreglarme delante del espejo.
«Arreglarse» era la palabra clave. Con unos pantalones de sport ajustados y un jersey rosa claro que hacía resaltar su piel resplandeciente, Patrice tenía una elegancia natural. En cambio yo... Ya tenía bastante con intentar que unos téjanos y una camiseta negra me quedaran pasables. Sin demasiado éxito, debería añadir.
—Bianca, vamos. —A Patrice se le había acabado la paciencia—. Yo me voy ya. ¿Vienes o no?
—Voy, voy.
De todas formas, ¿qué más daba la pinta que tuviera? Solo iba a ir a la fiesta porque no había tenido agallas para negarme.
Patrice saltó hasta la rama del árbol y luego se dejó caer al suelo con un aterrizaje tan controlado como la salida de una gimnasta de las barras paralelas. La seguí como pude y acabé raspándome las manos con la corteza. El miedo a que nos descubrieran aguzó mi oído y presté atención a todos los sonidos que nos envolvían: risas en un dormitorio, el susurro de las primeras hojas del otoño en el suelo, el ulular de otra lechuza saliendo de caza...
El frío aire nocturno me hizo estremecer al cruzar los prados a la carrera en dirección al bosque. Patrice sabía abrirse camino entre la maleza sin hacer ruido, una habilidad que le envidié. Tal vez algún día llegaría a tener esa coordinación, pero me costaba imaginarlo.
Por fin vimos la hoguera. Habían encendido un fuego a la orilla del lago, lo bastante pequeño para no llamar la atención, pero suficientemente grande para emitir una luz fantasmagórica y vacilante y poder calentarnos a su alrededor. Los alumnos se juntaban en grupos desperdigados, inclinándose para hablar entre susurros o cuando se echaban a reír. Me pregunté si serían las mismas risas que había oído la noche del picnic.
A primera vista, no se diferenciaban de cualquier otro grupo de adolescentes que hubiera salido a divertirse, pero algo vibraba en el aire que agudizaba mis sentidos, algo que añadía tensión a sus movimientos y crueldad a la mayoría de las sonrisas. En ese momento, recordé lo que había pensado al conocer a Lucas en el bosque durante nuestro primer y aterrador encuentro: al mirar a ciertas personas, a veces se percibe algo salvaje bajo la superficie. Pues eso mismo era lo que sentía allí.
Alguien había puesto música en su radio, hipnotizante y suave. No conocía al cantante y no cantaban en inglés. Patrice no tardó en desaparecer entre su círculo de amistades, así que me quedé allí plantada y sola, sin saber qué hacer con las manos.
«¿Me las meto en los bolsillos? No, así tendré pinta de imbécil. ¿Pongo los brazos en jarras? Venga ya, ¿cómo si estuviera enfadada o algo así? No. Vale, incluso pensar en esto es patético.»
—Eh, hola —me saludó Balthazar.
Se me había acercado por la espalda, por eso no lo había visto venir. Llevaba una chaqueta negra de ante y una botella en la mano. La hoguera le bañaba el rostro con una luz cálida. Tenía el cabello rizado, una mandíbula cuadrada y cejas gruesas. Parecía un tipo duro, un matón, alguien más familiarizado con los puños que con las palabras. Sin embargo, su mirada lo hacía accesible e incluso atractivo, porque en sus ojos se adivinaba la inteligencia y también el ingenio. Además, su sonrisa carecía de crueldad.
—¿Quieres una cerveza? Todavía quedan.
—No, así está bien. —A pesar de lo oscuro que estaba, seguro que se dio cuenta de que me sonrojaba—. No tengo la edad.
¿Que no tenía la edad? Como si allí fuera a importarle a alguien. Debería haberme colgado al cuello un cartel que dijera «rarita», para ahorrarles trabajo.
Balthazar sonrió, pero no parecía estar riéndose de mí.
—Antes, los niños solían beber vino con sus padres durante las comidas. Y los médicos recomendaban a las mujeres cuyos hijos no mamaban lo suficiente que les dieran un poco de cerveza como alimentación suplementaria.
—Eso era antes.
—Tienes razón. —No insistió y me di cuenta de que no estaba nada borracho. Empecé a relajarme. A pesar de su corpulencia y su más que evidente fortaleza física, Balthazar tenía un don para conseguir que la gente se sintiera cómoda—. Desde el primer día que tengo ganas de hablar contigo.
—¿De verdad? —dije, confiando en que no se me escapara un chillido.
—Te lo advierto, voy detrás de algo. —Balthazar debió de ver la cara que puse porque se echó a reír, una risotada grave y estentórea—. Tu madre dijo que ya te había dado clases antes, por eso quería que me dieras unos cuantos consejos, para saber de qué pie cojea. Tengo que averiguar los secretos de mi profesora.
Decidí que a mi madre no le importaría que se los contara.
—Pues no estaría mal que prestaras atención cuando se balancea sobre los pies.
—¿Cuando se balancea?
—Sí, eso suele significar que está emocionada, que hay algo que le interesa mucho. Y si a ella le interesa, cree que también debería interesarte a ti.
—Lo que significa que saldrá en el examen.
—Exacto.
Volvió a reír. Tenía un hoyuelo en la barbilla que le daba un aire travieso. Fijarme en lo guapo que estaba Balthazar casi me hizo sentir que traicionaba a Lucas, pero es que saltaba a la vista. Después del modo en que Lucas me había ignorado durante toda la semana, no estaba segura de seguir debiéndole lealtad. Además, no estaba nada mal que un chico guapísimo se interesara por una.
Balthazar se acercó un poco más.
—Veo que no voy a arrepentirme de habernos conocido.
Le devolví la sonrisa y durante tres segundos, ni uno más ni uno menos, tuve la sensación de que la fiesta iba a estar bien... Hasta que Courtney hizo acto de presencia. Llevaba una falda negra muy, muy corta y una camisa blanca abierta casi hasta el ombligo. No tenía muchas curvas, pero lo compensaba pasando del sostén, algo bastante obvio en esos momentos.
—Balthazar, me alegro de que tengamos la oportunidad de ponernos al día.
—Ya estamos al día.
Balthazar parecía aún menos entusiasmado que yo de verla; sin embargo, Courtney no pareció darse cuenta o al menos eso fingió.
—Parece que hayan pasado siglos desde que salíamos juntos. Bueno, ha pasado demasiado tiempo. La última vez que nos vimos fue en Londres, ¿no?
—San Petersburgo —la corrigió.
Balthazar dijo el nombre de la ciudad como quien no quiere la cosa. Por lo visto era lo bastante audaz y experimentado para cruzar el océano sin pensárselo dos veces.
Courtney deslizó las manos con suavidad sobre la chaqueta de Balthazar, perfilando su poderoso físico con el movimiento de los dedos. La envidié. No por su aspecto de estrella, ni por sus viajes continentales, sino por su descaro. Si en el bosque hubiera sido la mitad de lanzada con Lucas, si lo hubiera tocado o utilizado el comentario sobre la «niña buena» para tontear con él, tal vez no se comportaría como si fuéramos dos extraños. La voz de Courtney se abrió paso entre mis fantasías.
—No estás haciendo nada, ¿no, Balthazar?
—Estoy hablando con Bianca.
Courtney se volvió para mirarme. El largo cabello rubio, que suelto le llegaba a la cintura, se onduló al ladear la cabeza.
—¿Tienes algo interesante que compartir, Bianca?
—Yo... —¿Qué se suponía que debía decir? Aunque cualquier cosa habría sido mejor que lo que dije—: Pues no.
—Entonces no te importará que me lo lleve un rato, ¿verdad?
Empezó a tirar de él sin esperar una respuesta. Balthazar me miró con intención y comprendí que si yo decía algo, aunque fuera una sola palabra, él se detendría. Sin embargo, me quedé allí plantada como un pasmarote viendo cómo se iban.
Un par de personas ahogaron una risita. Miré a un lado y vi a Erich, y a pesar de las sombras vacilantes que proyectaba la luz de la hoguera, pondría la mano en el fuego que estaba señalándome.
Me aparté de allí con la intención de desaparecer del mapa hasta encontrar a Patrice o a alguien que pudiera considerar mínimamente cordial. Sin embargo, cada paso que me alejaba de los demás me hacía sentir mejor y, antes de darme cuenta, ya me había ido de la fiesta.
Si no me hubiera escabullido después del toque de queda, habría corrido hasta la puerta y habría subido al dormitorio, pero me detuve a tiempo al recordar que en esos momentos estaba fuera de la ley. Así que me dirigí al cenador, al oeste de los terrenos del internado, para tranquilizarme y planear la entrada.
Estaba subiendo los escalones cuando vi a alguien, aunque al principio no reconocí quién era. Fuera quien fuese, tenía unos binoculares colocados delante de la cara. Lo identifiqué cuando la luna iluminó su cabello cobrizo.
—¿Lucas?
—Eh, hola, Bianca. —Todavía tardó unos segundos en apartar los binoculares y sonreírme—. Bonita noche para una fiesta.
Me quedé mirando los prismáticos.
—¿Qué haces?
—¿Tú qué crees? Estoy espiando a los de la fiesta —me espetó casi con la misma brusquedad que en el pasillo, hasta que me miró a la cara. Debí de parecerle muy desolada, porque me preguntó con mayor suavidad—: ¿Estás bien?
—Sí, no pasa nada. Soy una pringada, pero estoy bien.
Lucas se echó a reír.
—Ya he visto que te ha faltado tiempo para irte. ¿Te ha molestado alguien?
—No, la verdad es que no, pero es que estaba un poco... agobiada. Ya sabes lo que me pasa con los extraños.
—Pues has hecho bien, no pegas con ellos.
—No me digas. —Me quedé mirando los prismáticos. Solo alguien con una visión nocturna excelente podía utilizarlos para ver algo, aunque supuse que la luz de la hoguera ayudaría un poco—. ¿Por qué estás vigilando la fiesta?
—Estoy controlando que nadie se emborrache, se ponga tontorrón o le dé por ir a pasear al bosque.
—¿Es que ahora eres el monitor de pasillo de la señora Bethany o qué?
—Ni de coña. —Lucas bajó los prismáticos. Iba vestido para confundirse con las sombras: pantalones negros y una camiseta de manga larga que hacía resaltar sus brazos y su pecho musculosos. Era más delgado y estaba más fibrado que Balthazar, pero también era más bajo. Había algo casi agresivamente masculino en él—. Me preguntaba qué narices hacían esos tíos cuando no están metiéndose con los demás, pavoneándose o haciéndole la pelota a alguien. —Me lanzó una mirada curiosa—. Parece que te gustan.
—¡¿Qué?!
Se encogió de hombros.
—Siempre andas con esa gente.
—¡Eso es mentira! Patrice es mi compañera de habitación, por eso paso tiempo con ella, y sus amigos vienen a visitarla cada dos por tres, no puedo ignorarlos. Es decir, hay un par que se salvan, pero a los demás les tengo pavor.
—No se salva ni uno, créeme.
Se me ocurrió que podría romper una lanza a favor de Balthazar, pero en esos momentos no me apetecía hablar de él. También me di cuenta de que Lucas me había hecho poner a la defensiva y de que no tenía derecho a hacerlo.
—Un momento, ¿por eso te has mostrado tan frío conmigo? ¿Por qué te comportas como si no nos conociéramos?
—No quería quedarme a ver cómo caías en las garras de esa gente, una chica tan dulce como tú. Sobre todo sin poder hacer nada al respecto. —Me sorprendió el sentimiento con que lo dijo. Todavía nos separaban unos cuantos metros, pero nunca había tenido la sensación de estar tan cerca de alguien—. Cuando te vi salir corriendo, comprendí que no todo estaba perdido.
—Créeme, no formo parte de ese grupo —insistí—. Creo que me invitaron a la fiesta solo para reírse de mí. Únicamente he ido porque, bueno, porque digo yo que tarde o temprano tendré que conocer gente. Tú eras el único amigo que tenía y creía que te había perdido.
Lucas unió las manos alrededor de uno de los adornos en forma de volutas del cenador y yo hice otro tanto, de modo que quedamos el uno al lado del otro. Nos enroscábamos con las volutas, como la enredadera.
—He herido tus sentimientos, ¿verdad?
—Más o menos —admití con un hilo de voz—. Es decir... Ya sé que solo hemos hablado una vez...
—Pero para ti fue importante. —Nuestras miradas se encontraron apenas un instante—. También lo fue para mí, pero no me había dado cuenta de que... Bueno, creía que solo me había pasado a mí.
¿Lucas no se había dado cuenta de que a mí también me gustaba él? Nunca en la vida conseguiría comprender a los hombres.
—Pero si me acerqué a hablar contigo el primer día de clase...
—Sí, y justo antes de eso andabas paseando y charlando con Patrice Devereaux, que no puede ser más de aquí. Los de su clase y los de la mía... Admitámoslo, no se mezclan. —Pareció disgustado unos segundos—. Me dijiste que apenas hablabas con extraños, por eso pensé que debíais de ser muy amigas.
—Es mi compañera de cuarto. Más me vale ser capaz de comunicarme con ella si quiero ir tirando.
—Vale, me equivoqué. Lo siento.
Tuve la sensación de que no era del todo sincero conmigo, pero Lucas parecía verdaderamente arrepentido de haber sacado conclusiones precipitadas y con eso me bastaba. Mi protector no había dejado de preocuparse por mí, aunque yo no lo supiera, y esa certeza me hizo sentir cálidamente reconfortada, como si me hubieran echado un abrigo sobre los hombros para resguardarme del frío.
El silencio se instaló entre nosotros, aunque no fue incómodo. A veces encuentras gente con la que puedes estar callada sin tener la sensación de que necesitas rellenar el silencio con charlas insustanciales. Solo me había sentido así de a gusto con un par de personas, en mi pueblo, y siempre había pensado que se necesitaban años para llegar a compartir esa complicidad. Sin embargo, ya me ocurría con Lucas.
Recordé el descaro de Courtney y decidí que yo también podía ser, como mínimo, la mitad de lanzada que ella. Aunque nunca se me había dado bien entablar conversación, lo intenté:
—¿Te llevas bien con tu compañero de habitación?
—¿Con Vic? —Lucas esbozó una ligera sonrisa—. No está mal, como compañero de habitación al menos. Un poco inconsciente. Un payaso. Pero es un tío legal.
La palabra «payaso» me hizo pensar que sabía a quién se refería.
—Vic es el chico que lleva camisas hawaianas, ¿verdad?
—Ese mismo.
—No hemos hablado, pero parece simpático.
—Lo es. Igual podríamos salir un día todos juntos.
El corazón me dio un vuelco.
—No estaría mal, pero... Preferiría pasar más tiempo contigo —me lancé.
Nuestras miradas se encontraron y tuve la sensación de que habíamos cruzado algún tipo de línea. ¿Eso era bueno o era malo?
—Podríamos... Pero... —¿Por qué vacilaba Lucas?— Bianca, espero que seamos amigos. Me gustas, pero no es buena idea que pases demasiado tiempo conmigo. Ya has visto que no soy precisamente el chico más popular del campus. No estoy aquí para hacer amigos.
—¿Y estás para hacer enemigos? Por cómo os peleáis Erich y tú, a veces lo parece.
—¿Preferirías que fuera amigo de Erich?
Erich era un imbécil de marca mayor y ambos lo sabíamos.
—No, claro que no. Solo es que a veces parece que, no sé, que vayas buscando pelea. Es decir, ¿de verdad los odias tanto? No es que a mí me gusten, pero es que a ti... Es como si ni siquiera pudieras soportar respirar el mismo aire.
—Confío en mi instinto.
No iba a discutírselo.
—Es mejor no tenerlos en contra si puedes evitarlo.
—Bianca, si tú y yo... Si nosotros...
Si nosotros ¿qué? Imaginé miles de respuestas a esa pregunta y me gustaron casi todas. Nuestras miradas se entrelazaron con tanta fuerza que parecía imposible desprenderlas. Si la pasión de Lucas era arrolladora incluso cuando no iba dirigida hacia mí, cuando yo era su objetivo —como en esos momentos, mientras estudiaba hasta el último centímetro de mi cara, sopesando sus palabras antes de pronunciarlas en voz alta— me cortaba la respiración.
—No podría soportar que te hicieran la vida imposible por mi culpa —consiguió decir al fin Lucas—. Y habrían acabado haciéndolo.
¿Estaba protegiéndome? De no haber sido una soberana estupidez, habría resultado enternecedor.
—¿Sabes? No creo que tenga ninguna credibilidad social que puedas echar por tierra.
—No estés tan segura.
—No seas tan tozudo.
Nos quedamos unos instantes en silencio. La luz de la luna se colaba entre las hojas de la enredadera. Lucas estaba lo bastante cerca para poder reconocer su fragancia, algo que me recordó a cedro y pino, como el bosque que nos envolvía, como si de algún modo él formara parte de ese oscuro lugar.
—Lo he enredado todo, ¿verdad? —Lucas parecía casi tan azorado como yo—. No estoy acostumbrado.
—¿A hablar con chicas? —pregunté, enarcando una ceja.
Con el aspecto que tenía Lucas, me costaba mucho creerle. Sin embargo, no cabía duda de su sinceridad cuando asintió con la cabeza. El brillo travieso había desaparecido de su mirada.
—He pasado muchos años yendo de aquí para allá, viajando de un lugar a otro. Siempre que le cogía cariño a alguien, desaparecía de mi lado de repente. Creo que he aprendido a mantener las distancias con la gente.
—Me hiciste sentir como una imbécil por haber confiado en ti.
—No te sientas así. El problema es mío y no soportaría que también fuera tuyo.
Siempre había creído que el hecho de haber pasado toda mi vida en un pueblecito había contribuido a no saber cómo comportarme delante de extraños. Sin embargo, después de oír a Lucas comprendí que una existencia ambulante podía tener el mismo efecto: el aislamiento y la introversión que convertían la comunicación con los demás en lo más difícil del mundo.
Tal vez su rabia se pareciera a mi timidez. Era una señal que ambos nos sintiéramos tan solos, y quizá no tuviéramos por qué seguir estándolo demasiado tiempo.
—¿No estás cansado de esconderte? —pregunté, en voz baja—. Yo sí.
—Yo no me escondo—repuso Lucas, pero enseguida se quedó en silencio, meditando—. Bueno, mierda.
—Podría equivocarme.
—No te equivocas. —Lucas siguió mirándome, y justo cuando empecé a pensar que no tendría que haber sido tan franca, añadió—: No debería hacer esto.
—¿El qué?
Sentí que el corazón empezaba a latirme con fuerza. Lucas sacudió la cabeza y sonrió. La mirada picara había regresado a sus ojos.
—Cuando la cosa se complique, no digas que no te avisé.
—Tal vez la complicada sea yo.
El comentario ensanchó su sonrisa.
—Ya veo que esto va a llevarnos un rato. —Me quedé atontada cuando me sonrió como lo hizo y deseé que el tiempo no pasara en el cenador. Sin embargo, en ese momento Lucas ladeó la cabeza—. ¿Has oído eso?
—¿El qué? —Entonces lo oí: la puerta de entrada de la escuela se abría y se cerraba repetidamente a lo lejos y hubo pasos en el camino principal—. ¡Van a hacer una redada en la fiesta!
—No me gustaría ser Courtney —dijo Lucas—. Esto nos da la oportunidad de volver dentro.
Atravesamos el césped a la carrera, atentos a las voces que procedían del lugar de la fiesta, e intercambiamos una amplia sonrisa al cruzar la puerta principal sin que nos pillaran.
—Hasta pronto —me susurró Lucas cuando me soltó el brazo y se dirigió a su pasillo.
Esa palabra siguió resonando en mis oídos de camino a mi habitación y a mi cama: pronto.

lunes, 27 de abril de 2009

Capitulo 2

Volvía a ascender la larga escalera de caracol hasta llegar al último piso de la torre, todavía temblorosa a causa de la descarga de adrenalina. Esta vez no me molesté en no hacer ruido. Dejé resbalar al suelo la bandolera que llevaba al hombro y me desplomé en el sofá. Me habían quedado unas cuantas hojas enredadas en el pelo y empecé a quitármelas.
—¿Bianca? —Mi madre salió de su dormitorio, anudándose el cinturón de la bata. Me sonrió somnolienta—. ¿Has madrugado para ir a dar un paseo, corazón?
—Sí —contesté, con un suspiro. Ya no valía la pena montar una escena dramática.
Mi padre salió a continuación y la abrazó por detrás.
—No puedo creer que nuestra niñita ya esté en la Academia Medianoche.
—El tiempo pasa tan rápido... —se lamentó mi madre con un suspiro—. Cuanto mayor te haces, más rápido pasa.
Mi padre sacudió la cabeza.
—Lo sé.
Refunfuñé. Siempre decían lo mismo y habíamos convertido en una especie de broma el fastidio que me producía. Las sonrisas de mis padres se ensancharon.
«Parecen muy jóvenes para ser tus padres», solía comentar la gente de mi pueblo, aunque lo que en realidad querían decir era «demasiado guapos». En ambos casos era cierto.
El cabello de mi madre tenía un tono acaramelado y el de mi padre era de un rojizo tan oscuro que casi parecía negro. Mi padre era de estatura media, pero musculoso y robusto, mientras que mi madre era más bien pequeñita. La cara de mi madre era perfecta y ovalada, como un camafeo antiguo, mientras que mi padre tenía una mandíbula cuadrada y una nariz que parecía haber participado en más de una pelea de juventud, aunque en su rostro hacía un buen efecto. En cuanto a mí... Mi cabello tenía una tonalidad rojiza que solo podía describirse así: rojizo; y mi piel era tan blanca que padecía de una palidez más mortuoria que antigua. Allí donde mi ADN podría haber girado a la derecha, había dado un brusco viraje a la izquierda. Mis padres me decían que me convertiría en una mujer muy guapa, pero eso es lo que suelen decir todos los padres.
—Vamos a darte algo de desayunar —dijo mi madre, dirigiéndose a la cocina—. ¿O ya has tomado algo?
—No, todavía no.
Caí en la cuenta de que no habría sido una mala idea haber comido algo antes de mi gran escapada, me rugían las tripas. Si Lucas no me hubiera detenido, en esos momentos estaría vagando por el bosque con un hambre de lobo y con una larga caminata hasta Riverton por delante. Menudo plan de fuga.
En ese instante, me vino a la mente la imagen de Lucas abalanzándose sobre mí y los dos rodando entre la hierba y las hojas. Me había dado un susto de muerte y me estremecí al recordarlo, aunque ahora por razones bien distintas.
—Bianca. —Mi padre parecía muy serio y lo miré con sentimiento de culpabilidad. ¿Acaso había adivinado lo que estaba pensando? Enseguida comprendí que estaba volviéndome paranoica, aunque era indudable que mi padre no sonreía cuando se sentó a mi lado—. Sé que no es lo que más deseas, pero Medianoche es importante para ti.
Era el mismo tipo de charla que me daba cuando era pequeña antes de tener que tragarme el jarabe para la tos.
—No quiero volver a tener esta conversación ahora.
—Adrián, déjala en paz. —Mi madre me tendió un vaso antes de regresar a la cocina, donde había algo friéndose en una sartén—. Además, como no espabilemos, vamos a llegar tarde a la reunión del profesorado previa a la presentación.
Mi padre consultó la hora y rezongó.
—¿Por qué ponen estas cosas tan pronto? Como si a alguien le apeteciera bajar ahí abajo a estas horas.
—Cuánta razón tienes —murmuró ella.
Para ellos, cualquier hora antes del mediodía era demasiado pronto. Sin embargo, habían trabajado de profesores desde que yo tenía memoria, sin olvidar ni un solo día su larga contienda con las ocho de la mañana.
Acabaron de prepararse mientras me tomaba el desayuno, me gastaron unas cuantas bromas con intención de animarme y me dejaron sola sentada a la mesa. Pues bueno. Bastante después de que bajaran la escalera y las manecillas del reloj se arrastraran sigilosas hacia la hora de la presentación, yo seguía en la silla. Creo que intentaba convencerme de que, mientras no me acabara el desayuno, no tendría que ir a conocer a todas esas personas nuevas.
El hecho de que Lucas estuviera entre ellas —una cara amiga, un protector— ayudaba un poco. Aunque no mucho.
Finalmente, cuando fue obvio que no podía posponerlo más, entré en mi habitación y me puse el uniforme de Medianoche. Odiaba el uniforme; nunca había tenido que llevarlo. Sin embargo, lo peor de todo fue que, al entrar en mi dormitorio, volví a recordar la extraña pesadilla que había tenido esa noche.
Una camisa blanca almidonada.
Espinas arañándome la piel, azotándome, animándome a regresar.
Una falda roja plisada.
Pétalos abarquillándose y ennegreciéndose, como si ardieran en medio de una hoguera.
Un jersey gris con el escudo de Medianoche.
Vale, ¿no es esta una buena ocasión para dejar de ser una morbosa sin remedio? ¿Como ya, por ejemplo?
Decidida a comportarme como una adolescente normal y corriente, al menos el primer día de clase, me miré en el espejo. El uniforme no me quedaba precisamente mal, aunque tampoco de muerte. Me hice una coleta, me sacudí una ramita que antes se me había pasado por alto y decidí no darle más vueltas: ya estaba preparada.
La gárgola seguía mirándome con insistencia, como si se preguntara cómo era posible que alguien pudiera tener esa pinta. O tal vez se estuviera burlando por el estrepitoso fracaso de mi plan. Al menos ya no tendría que mirar su horripilante cara. Me puse derecha y salí de mi dormitorio... por última vez: dejaba de pertenecerme desde ese momento en adelante.
Había estado viviendo en el internado con mis padres el último mes, por lo que había tenido tiempo para explorar la escuela de arriba abajo: desde el gran vestíbulo hasta las aulas magnas de la planta baja, que después se dividían en dos torres enormes. Los chicos vivían en la torre norte con parte del profesorado, y además había un par de habitaciones que olían a moho y estaban llenas de archivadores, donde por lo visto iban a parar todos los expedientes. Las chicas se alojaban en la torre sur, junto al resto de las estancias del profesorado, incluidas las de mi familia. Las plantas superiores del edificio principal, sobre el gran vestíbulo, albergaban las aulas y la biblioteca. Con el tiempo, habían ampliado y hecho adiciones a Medianoche, por lo que no todas las secciones compartían el mismo estilo o guardaban perfecta simetría con el resto. Había algunos pasillos serpenteantes que no conducían a ninguna parte. Desde la habitación de mí torre estudiaba el tejado, un manto de retazos de arcos, tabillas y estilos diferentes. Había aprendido a moverme por el edificio y sus alrededores, era el único modo en que me sentiría preparada para afrontar lo que vendría a continuación.
Volví a bajar los escalones. Daba igual las veces que hubiera hecho ese camino, siempre tenía la sensación de que caería rodando por la desgastada escalera hasta el último peldaño. Mira que eres tonta preocupándote por pesadillas con flores marchitas o por caerte por la escalera, me dije. Me aguardaba algo bastante más terrorífico.
Llegué abajo y salí al vestíbulo. Esa misma mañana, más temprano, todo estaba en silencio, como en una catedral. En esos momentos, estaba abarrotado de gente y sus voces resonaban por todas partes. A pesar del bullicio, tuve la sensación de que mis pasos retumbaban en la sala porque varias personas se volvieron hacia mí a la vez; era como si todo el mundo se hubiera vuelto a mirar al intruso, como si llevara colgada al cuello una señal de neón que dijera: LA NUEVA.
Los alumnos, reunidos en corros demasiado apretados para que pudiera entrar un recién llegado, volvieron rápidamente sus vivos ojos oscuros hacia mí. Fue como si incluso pudieran sentir el aleteo aterrado de mi corazón. Todos me parecían igual, no de una manera clara y precisa, sino por la perfección que compartían. A todas las chicas les brillaba el pelo, ya lo llevaran suelto sobre los hombros o recogido en un pulcro moño. Todos los chicos parecían seguros de sí mismos y vigorosos, con sonrisas que les servían de máscaras. Todo el mundo vestía el uniforme: jerséis, faldas, chaquetas y pantalones en todas las variaciones posibles: grises, rojas, a cuadros, negros. Todos llevaban el escudo del cuervo bordado y lo lucían como si fuera el blasón de su familia. Todos derrochaban seguridad, superioridad y desdén. Sentí el calor que desprendía allí de pie, en la periferia de la estancia, cambiando de un pie a otro, incómoda.
Nadie me saludó.
El murmullo general volvió a imponerse de inmediato. Por lo visto, las chicas nuevas desgarbadas no merecían más que unos instantes de atención. Tenía las mejillas encendidas por la vergüenza, porque era obvio que ya había hecho algo mal, aunque no conseguía imaginar qué podría ser. ¿O acaso habían sentido, igual que yo, que en realidad no iba a encajar allí?
Me pregunté dónde estaría Lucas. Alargué el cuello, buscándolo entre la multitud. Creía poder enfrentarme a todo aquello si Lucas estaba a mi lado. Tal vez era una tontería albergar ese tipo de sentimientos hacia un chico a quien apenas conocía, pero me daba igual. Lucas tenía que estar por alguna parte, aunque no consiguiera encontrarlo. Me sentía completamente sola en medio de toda esa gente.
A medida que iba bordeando la estancia hacia un rincón, empecé a fijarme en que había otros alumnos en la misma situación que yo o, al menos, que también eran nuevos. Un chico rubio con moreno de playa llevaba la ropa tan arrugada que daba la impresión de haber dormido con ella puesta, aunque precisamente allí no parecía que ir superinformal fuera a hacerte ganar puntos. Debajo de la chaqueta, aunque encima del jersey, llevaba abierta una camisa hawaiana de colores tan chillones que se desgañitaban en la penumbra de Medianoche. También había una chica de cabello muy oscuro y cortito, tan corto que parecía un chico. El corte de pelo no era desenfadado y juvenil, sino que daba la impresión de habérselo hecho con una navaja de afeitar como mejor le había parecido. El uniforme, dos tallas más grande, le colgaba de los hombros. Era como si la gente se apartara de ella, como si los repeliera un campo de energía. Como si fuera invisible. Le habían colgado el sambenito de insignificante incluso antes de la primera clase.
¿Que cómo podía estar tan segura? Pues porque también me había ocurrido a mí. Estaba atrapada en la periferia de la multitud, apabullada por el barullo, intimidada por el vestíbulo de piedra y tan perdida como pudiera estarse.
—¡Atención!
La voz retumbante quebró el bullicio y lo redujo a silencio. Todos nos volvimos a la vez hacia el extremo del gran vestíbulo, donde la señora Bethany, la directora, había subido al estrado.
Era una mujer alta, de abundante cabello oscuro que llevaba recogido en el cogote, como las mujeres de la época victoriana. Me resultó imposible adivinar su edad. Llevaba una blusa de puntilla que se cerraba con un broche dorado en el cuello. Si consideras que la severidad es sinónimo de belleza, no habría nadie más atractivo que ella. La había conocido cuando mis padres y yo nos instalamos en los alojamientos del profesorado, y ya entonces me había intimidado un poco, aunque me obligué a recordar que apenas la conocía.
En cualquier caso, en esos momentos parecía más imponente aún. Al ver con qué inmediatez y facilidad imponía el orden en aquella sala llena de gente —la misma que me había excluido de mutuo y tácito acuerdo antes de darme la oportunidad de que se me ocurriera algo que decir—, comprendí por primera vez que la señora Bethany tenía poder. Y no se trataba del poder que acompaña de manera inherente al cargo de directora, sino al poder real, al innato.
—Bienvenidos a Medianoche —dijo, abriendo las manos en un gesto de acogida. Tenía las uñas largas y traslúcidas—. Algunos de ustedes ya han estado aquí antes. Otros habrán oído hablar acerca de la Academia Medianoche durante años, tal vez a sus familias, y se habrán preguntado si alguna vez entrarían en nuestra escuela. Este año, además, también contamos con un nuevo tipo de estudiantes, resultado de un cambio en la política de admisión. Creemos que ha llegado el momento de que nuestros alumnos conozcan un mayor abanico de gente de orígenes variopintos y, de este modo, prepararlos mejor para el mundo que les espera al otro lado de las paredes de nuestra institución. Todos tenemos mucho que aprender de estos otros estudiantes, y estoy segura de que los tratarán con el respeto que se merecen.
Para el caso, ya podría haber pintado con aerosol en gigantescas letras rojas: ALGUNOS DE VOSOTROS NO ENCAJÁIS AQUÍ. La «nueva política de admisiones» era sin duda la responsable de la presencia del surfista y la chica del pelo corto. Por lo visto, ni siquiera se los consideraba «verdaderos» alumnos de Medianoche, sino que únicamente representaban una experiencia educativa para los alumnos «legítimos».
Yo no formaba parte de la nueva política. Si no hubiera sido por mis padres, no habría estado allí. En otras palabras: ni siquiera era lo bastante diferente a ellos para que me consideraran uno de los marginados.
—En Medianoche no tratamos a nuestros alumnos como si fueran niños. —La señora Bethany no se dirigía a nadie en concreto, sino que parecía limitarse a otear por encima de todos con una especie de mirada distante que, sin embargo, abarcaba todo lo que entraba dentro de su campo de visión—. Han venido aquí a aprender a manejarse como adultos del siglo XXI, y así es como se espera que se comporten. Sin embargo, eso no significa que Medianoche carezca de normas. La posición que ocupamos nos exige mantener la más estricta de las disciplinas. Esperamos mucho de ustedes.
No comentó cuáles serían las repercusiones en el caso de saltarse las normas, pero mucho me temía que los castigos solo serían el aperitivo.
Me sudaban las manos. Estaba cada vez más sonrojada y tenía la impresión de que llamaba la atención como una bengala. Me había prometido ser fuerte y no permitir que la gente me intimidara, pero las palabras se las lleva el viento. Los altos techos y las paredes del gran vestíbulo parecían cerrarse sobre mí. Incluso sentí que empezaba a quedarme sin aire.
Mi madre se las arregló para llamar mi atención sin hacerme ningún gesto ni llamarme por mi nombre, como suelen hacer las madres. Mis padres estaban en uno de los extremos de la hilera de profesores esperando a que los presentaran y ambos me sonrieron con confianza. Querían verme disfrutar del momento.
Esa esperanza infundada fue lo que colmó el vaso. Ya era bastante duro tener que combatir el miedo para encima verme obligada a enfrentarme a su decepción.
—Las clases empezarán mañana —concluyó la señora Bethany—. Por hoy, instálense en sus habitaciones, preséntense a sus compañeros, paséense por las instalaciones. Contamos con que estén preparados. Es un placer tenerles aquí y esperamos que sepan aprovechar su estancia en Medianoche.
La sala estalló en aplausos y la señora Bethany los agradeció con una leve sonrisa y una caída de ojos, un parpadeo lento y satisfecho como el de un gato bien alimentado. A continuación, el murmullo generalizado volvió a imponerse en la habitación, más bullicioso que antes. Solo había una persona con la que me apeteciera hablar y estaba claro que esa podría ser la única persona a la que tal vez le interesara hablar conmigo.
Rodeé toda la sala manteniendo la espalda siempre pegada a la pared. Lo busqué entre la multitud con desesperación, anhelando atisbar un destello del cabello castaño dorado de Lucas, sus anchas espaldas o esos ojos verde oscuro. Si yo lo buscaba y él me buscaba a mí, tarde o temprano teníamos que encontrarnos. A pesar del pánico que me provocaban las masificaciones de gente, y de mi tendencia a exagerarlas, sabía que solo había unos doscientos alumnos en aquel lugar.
Me dije que Lucas sobresaldría, que no era como los demás: frío, pedante y vanidoso. Sin embargo, enseguida comprendí lo equivocada que estaba. Lucas no era pedante, pero compartía el mismo aspecto: rasgos bellos y definidos, el mismo cuerpo de perfectas proporciones y la misma... en fin, la misma perfección. No destacaría demasiado en medio de aquellas personas tan perfectas porque en realidad formaba parte de ellas.
A diferencia de mí.
A medida que profesores y alumnos se dispersaban, el gentío fue menguando poco a poco. Me quedé deambulando por allí hasta que casi fui la única que quedó en el gran vestíbulo. Estaba convencida de que Lucas vendría a buscarme. El sabía lo asustada que estaba y se sentía responsable por haberme asustado aún más. ¿Es que ni siquiera querría saludarme?
Sin embargo, no apareció. Al final tuve que aceptar que lo había juzgado mal y eso significaba que no me quedaba más remedio que ir a conocer a mi compañera de habitación.
Subí los escalones de piedra lentamente. Mis zapatos nuevos de suelas duras repiqueteaban contra el suelo y mis pasos resonaban con gran escándalo. Lo que me hubiera apetecido era seguir subiendo hasta la última planta y dirigirme derecha al alojamiento para el profesorado de mis padres, pero sabía que me enviarían escalera abajo de inmediato en cuanto abriera la puerta. Tenía tiempo de sobra para recoger mis cosas y mudarme definitivamente después de comer. Por el momento, la primera prioridad era «instalarme».
Intenté mirarlo por el lado positivo. Tal vez la escuela intimidara a mi compañera de habitación tanto como a mí. Seguramente las cosas serían más sencillas si me tocara convivir con otra «marginada». Iba a ser una tortura tener que vivir con una extraña, verme obligada a compartir el mismo espacio con alguien a quien no conocía, incluso de noche, aunque esperaba que se me acabara pasando. Ni en mis mejores sueños imaginaba hacer amistad con nadie.
En el impreso ponía «Patrice Devereaux». Intenté relacionar el nombre con la chica que recordaba, pero no le pegaba, aunque, ¿quién podía saberlo?
Abrí la puerta y descubrí, con el alma en los pies, que el nombre de mi compañera le iba como anillo al dedo. No era ninguna marginada. En realidad era la mismísima personificación del prototipo Medianoche.
El cutis de Patrice tenía la tonalidad de un río al amanecer, una piel exquisitamente tostada y suave, y llevaba el cabello rizado recogido en un moño flojo que dejaba a la vista sus pendientes de perla y un esbelto cuello. Estaba sentada delante del tocador y me miró mientras ordenaba cuidadosamente sus botes de laca de uñas.
—Así que tú eres Bianca —dijo. Ni apretones de manos, ni abrazos, solo el tintineo de los botes de laca de uñas contra el tocador: rosa pálido, coral, melón, blanco—. No eres como esperaba.
Miles de gracias.
—Lo mismo digo.
Patrice ladeó la cabeza y me escudriñó con la mirada. Me pregunté si ya nos odiábamos. Alzó una mano con una manicura perfecta y empezó a dejar claros varios puntos contando con los dedos.
—Puedes ponerte mi perfume, pero no las joyas ni la ropa. —No mencionó el caso contrario, pero era bastante evidente que en la vida se le pasaría por la cabeza—. En principio estudiaré casi siempre en la biblioteca, pero si quieres trabajar aquí, dímelo y hablaré con mis amigas en otro lugar. Si me ayudas en las asignaturas que se te den bien, haré lo mismo por mi parte. Estoy segura de que ambas podemos aprender muchas cosas la una de la otra. ¿Alguna objeción?
—Todo perfecto.
—De acuerdo. Nos llevaremos bien.
Creo que me habría dejado mucho más patidifusa si Patrice hubiera fingido una falsa amistad de buenas a primeras. Por decirlo finamente, me quedó bastante claro que a Patrice no le gustaba andarse por las ramas.
—Me alegro —dije—. Sé que somos... diferentes.
Ni siquiera se molestó en protestar.
—Tus padres son profesores de la escuela, ¿no?
—Sí, ya veo que las noticias vuelan.
—Te irá bien. Cuidarán de ti.
Intenté agradecérselo con una sonrisa, rezando para que tuviera razón.
—¿Ya has estado antes en Medianoche?
—No, es la primera vez —contestó Patrice, como si cambiar por completo de vida fuera para ella tan sencillo como calzarse un par de zapatos de diseño recién comprados—. Es preciosa, ¿no crees?
Me guardé mi opinión sobre el estilo arquitectónico del edificio.
—Pero has dicho que tenías amigas aquí.
—Sí, claro. —Su sonrisa era tan etérea como todo lo relacionado con ella, desde el brillo amelocotonado de sus labios hasta el perfume y los botes de laca de uñas cuidadosamente ordenados en el tocador—. Courtney y yo nos conocimos en Suiza el invierno pasado. Con Vidette hice amistad cuando estuve en París. Y Genevieve y yo pasamos un verano juntas en el Caribe. ¿Fue en Santo Tomás? Igual fue en Jamaica. No lo recuerdo bien.
Mi pueblo de mala muerte me pareció más soso que nunca.
—Ah, entonces vosotros... soléis moveros en los mismos círculos.
—Más o menos. —Un poco tarde, Patrice pareció darse cuenta de lo incómoda que me sentía—. También acabarán siendo los tuyos.
—Ojalá estuviera tan segura como tú.
—Ya lo verás. —Patrice vivía en un mundo en que los veranos interminables en los trópicos estaban al alcance de todos. Me fue imposible imaginar que algún día formara parte de aquello—. ¿Conoces a alguien de aquí? Además de a tus padres, claro.
—Solo a la gente que he conocido esta mañana.
Lo que sumaba la apabullante cantidad de dos personas: Lucas y Patrice.
—Tendremos mucho tiempo para hacer amistades —aseguró Patrice con decisión, siguiendo con la distribución de sus cosas: pañuelos de seda de color marfil, medias de tonalidad marrón o gris paloma. ¿Dónde pensaba lucir esas cosas tan elegantes? Tal vez para Patrice era inimaginable viajar sin ellas—. Me han dicho que Medianoche es el lugar perfecto donde conocer hombres.
—¿Conocer hombres?
—¿Sales con alguien?
Iba a hablarle de Lucas, pero me detuve. No sé qué había ocurrido entre nosotros en el bosque, pero estaba segura de que significaba algo; sin embargo, lo que sentía me resultaba demasiado nuevo para compartirlo.
—No dejé ningún novio en mi pueblo —me limité a responder.
Conocía a todos los chicos del instituto desde que era pequeña y todavía los recordaba con sus juegos de construcciones o emplastándome plastilina en el pelo, el tipo de cosas que conseguía impedirle a una tener alguna mínima inclinación romántica por alguno de ellos.
—Novio... —repitió Patrice, sonriendo sin poder evitarlo, como si la palabra le hubiera sorprendido por su candidez.
No obstante, no se estaba burlando de mí. Desde su punto de vista, yo era demasiado joven e inexperta como para tomarme en serio.
—¿Patrice? Soy Courtney. —La chica llamó a la puerta al mismo tiempo que la abría, convencida de que sería bienvenida.
Era incluso más guapa que Patrice: cabello rubio que casi le llegaba a la cintura y esos labios carnosos que yo solo había visto en las jóvenes aspirantes a estrella de la televisión que podían permitirse cosas como el colágeno. La misma falda que a mí me colgaba hasta las rodillas sin gracia alguna, hacía que sus piernas parecieran kilométricas.
—Oh, tu habitación es mucho mejor que la mía. ¡Me encanta!
Todas las habitaciones venían siendo prácticamente iguales: un dormitorio lo bastante grande para dar cabida a dos personas, camas blancas de hierro colado y tocadores de madera tallada a cada lado. Nuestra ventana daba justo a uno de los árboles que crecían cerca de Medianoche, pero por lo demás, no conseguí adivinar qué tenía nuestra habitación de especial. Hasta que caí en la cuenta de algo.
—Estamos más cerca de los lavabos —dije.
Courtney y Patrice me miraron fijamente, como si hubiera dicho una grosería. ¿Acaso eran demasiado finas para admitir que necesitábamos lavabos?
—Eh... Nunca he compartido el baño —me excusé, incómoda—. Es decir, con mis padres sí, pero no con... No sé, seremos como doce o así por cada baño, ¿no? Esto será una locura por las mañanas.
Les había llegado el turno de darme la razón y quejarse, solidarizándose conmigo; sin embargo, Courtney siguió mirándome con curiosidad, concentrada. Me dije que era normal que me mirara con extrañeza, pero hubiera preferido que dijera algo. Sus ojos entrecerrados parecían amenazadores, bastante más que los de la mayoría de los extraños.
—Esta noche vamos a salir a los prados —dijo, dirigiéndose a Patrice, no a mí—. A cenar. Podría decirse que en plan picnic.
Se suponía que los alumnos debían comer en sus dormitorios. Estaba visto que se trataba de una «tradición», era como se hacía antaño, antes de que se hubieran inventado los comedores, y las familias enviaban paquetes con que complementar la asignación espartana de verduras que recibía cada dormitorio semanalmente. Eso significaba que tendría que aprender a cocinar en el microondas que mis padres me habían comprado. Era obvio que Patrice estaba muy por encima de esos problemas tan mundanos.
—No suena mal. ¿Qué te parece, Bianca?
Courtney la fulminó con la mirada. Por lo visto no se trataba de una invitación abierta.
—Lo siento, tengo que ir a cenar con mis padres —me disculpé—. De todos modos, gracias por preguntar.
Los exuberantes labios de Courtney adoptaron una mueca casi perversa al fruncirlos en una sonrisita.
—¿Todavía te gusta pasar el rato con mami y papi? ¿Es que te dan el biberón?
—¡Courtney! —la reprendió Patrice, aunque estaba segura de que también le había hecho gracia.
—Tienes que ver la habitación de Gwen. —Courtney empezó a empujar a Patrice hacia la puerta—. Es oscura y espantosa. Dice que para el caso podrían haberle dado unas mazmorras.
Salieron juntas y el frágil vínculo que pudiera haberse establecido entre Patrice y yo quedó truncado en un abrir y cerrar de ojos. Sus risas resonaron en el pasillo. Con las mejillas encendidas, abandoné mi dormitorio de inmediato, salí al vestíbulo de la residencia y subí corriendo al apartamento y refugio de mis padres.
Para mi sorpresa, me dejaron entrar sin armarme un escándalo. Ni siquiera me preguntaron por qué llegaba tan pronto. Al contrario, mi madre me dio un fuerte abrazo y mi padre me dijo:
—Ve a echarle un vistazo al equipaje que te hemos hecho, ¿de acuerdo? Todavía te quedan cosas por recoger, pero hemos adelantado trabajo.
Les estaba tan agradecida que me habría echado a llorar. Entré en mi habitación, ansiosa por encontrar un poco de paz y tranquilidad en un lugar seguro.
Solo quedaban unas cuantas prendas de abrigo colgadas en el armario. Todo lo demás lo habían embutido en el viejo baúl de cuero de mi padre. Le eché un rápido vistazo a mi neceser y vi maquillaje, pasadores para el pelo, champú y todo lo demás cuidadosamente colocado. La mayoría de mis libros se quedarían allí, tenía demasiados para las escasas estanterías de nuestro dormitorio. Sin embargo, había separado mis preferidos para meterlos en la maleta: Jane Eyre, Cumbres borrascosas y mis libros de astronomía. En una de las almohadas, sobre la cama hecha, había varias cosas con que decorar las paredes de mi nuevo dormitorio, como postales que mis amigos me habían enviado a lo largo de los años y algunos mapas estelares que tenía colgados en nuestra antigua casa. Sin embargo, también había algo nuevo en la habitación, algo con lo que mis padres pretendían asegurarme que este también seguía siendo mi hogar: una pequeña lámina enmarcada de El beso, de Klimt. Hacía unos meses la había visto en un escaparate y les había dicho lo mucho que me gustaba. Por lo visto me la habían comprado para entregármela a modo de regalo sorpresa el primer día de escuela.
Al principio simplemente me sentí agradecida por el regalo, pero luego no pude dejar de mirar la lámina ni sacudirme de encima la sensación de que nunca me había detenido a mirarla de veras.
El beso era una de mis obras preferidas. Klimt siempre me había gustado desde que mi madre me enseñó por primera vez sus libros de arte. Era sorprendente cómo conseguía los dorados de los segmentos y las líneas, y me gustaba la belleza de esos rostros pálidos que asomaban en las imágenes caleidoscópicas que creaba. Sin embargo, de repente la lámina había cobrado otro significado. Nunca había prestado demasiada atención al modo en que la pareja se abrazaba: el hombre se inclinaba hacia ella, desde lo alto, como si una fuerza inexorable lo empujara hacia la mujer. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás, como en un desvanecimiento, abandonándose a la fuerza de la gravedad. Los labios resaltaban sobre la palidez de la piel ruborizada. No obstante, lo más bello de todo era que el fondo rutilante había dejado de parecer algo ajeno al hombre y la mujer, era como si se tratara de una cálida y densa bruma que su amor hacía visible y que convertía en oro el mundo que los rodeaba.
El cabello del hombre era más oscuro que el de Lucas, pero de todos modos estaba intentando imaginarlo en el cuadro. Sentí las mejillas encendidas, había vuelto a ruborizarme, aunque con un rubor distinto.
Regresé a la realidad de golpe: era como si me hubiera quedado dormida y hubiera empezado a soñar. Me arreglé el pelo rápidamente y respiré hondo un par de veces. En ese momento oí el String of Pearls de Glenn Miller en el equipo de música. Cuando sonaba jazz era señal de que mi padre estaba de buen humor.
Sonreí a mi pesar. Al menos a uno de nosotros le gustaba la Academia Medianoche.
Ya casi era hora de comer cuando por fin acabé de hacer la maleta y salí al comedor, donde todavía sonaba la música. Me encontré a mis padres bailando abrazados, haciendo el tonto: mi padre fruncía los labios en una mueca que supuestamente debía hacerle parecer seductor y mi madre se sujetaba el borde de la falda negra con una mano.
Mi padre la hizo girar entre sus brazos y luego la inclinó hacia atrás. Mi madre ladeó la cabeza casi hasta el suelo, sonriendo y me vio.
—Ya estás aquí, corazón —dijo, todavía boca abajo. Mi padre la enderezó—. ¿Ya has acabado de hacer la maleta?
—Sí. Gracias por echarme una mano. Y por la lámina, es preciosa.
Se sonrieron, aliviados de haberme hecho al menos un poquitito feliz.
—Menudo festín que te ha preparado tu madre. —Mi padre hizo un gesto con la cabeza en dirección a la mesa—. Esta vez se ha superado.
Mi madre no solía cocinar grandes platos, por lo que era evidente que se trataba de una ocasión especial. Había preparado mis favoritos, más de lo que podría comer nunca de una sentada. Me había saltado la comida, así que descubrí que estaba muriéndome de hambre, razón por la que mis padres tuvieron que entretenerse el uno al otro durante la primera parte de la cena. El apetito voraz me impidió colar ni una sola palabra con la boca tan llena.
—La señora Bethany dijo que por fin habían acabado de reacondicionar los laboratorios —dijo mi padre entre sorbo y sorbo—. Espero encontrar el momento de echarles un vistazo antes que los alumnos, no fuera a ser que el equipo sea tan moderno que no sepa utilizarlo.
—Por eso enseño historia —contestó mi madre—. El pasado no cambia, solo se alarga.
—¿Os tendré de profesores? —pregunté, con la boca llena.
—Con la boca llena no se habla —me reprendió mi padre de manera automática—. Tendrás que esperar a mañana, como los demás.
—Ah, vale.
No era propio de él cortarme de esa manera y me quedé un poco desconcertada.
—Tenemos que acostumbrarnos a no darte demasiada información extra —se explicó mi madre con delicadeza—. Cuantas más cosas tengas en común con el resto de los alumnos, tanto mejor.
No lo dijo con mala fe, pero me sentí herida.
—¿Y con quién se supone que he de tener cosas en común de todos lo que estudian aquí? ¿Con los chicos de Medianoche cuyas familias estudian en esta escuela desde hace siglos? ¿Con los marginados que encajan aquí aún menos que yo? ¿A qué grupo se supone que debo parecerme?
—Bianca, sé razonable —dijo mi padre, con un suspiro—. No vale la pena volver a discutirlo.
Ya era demasiado tarde para soltarlo, pero no pude remediarlo.
—Sí, ya lo sé, hemos venido aquí «por mi propio bien». ¿Se puede saber qué bien va a hacerme abandonar mi hogar y a mis amigos? Vuelve a explicármelo porque no acabo de entenderlo.
Mi madre cubrió mi mano con la suya.
—Es bueno para ti porque puede decirse que nunca has salido de Arrowwood, porque apenas te alejabas del barrio si no te obligábamos nosotros y porque los cuatro amigos que tenías no iban a durarte toda la vida.
Tenía razón y yo lo sabía.
Mi padre se quitó las gafas.
—Debes aprender a adaptarte a los cambios y hacerte más independiente. Tal vez sea lo más importante que tu madre y yo podamos enseñarte. No puedes seguir siendo nuestra niñita para siempre, Bianca, por mucho que nos pese. Creemos que esta es la mejor manera que hay de prepararte para la persona en que vas a convertirte.
—¿Queréis dejar de fingir que todo esto tiene que ver con madurar? —protesté—. No es por eso y lo sabéis. Se trata de lo que vosotros queréis para mí y estáis decididos a saliros con la vuestra tanto si me gusta como si no.
Me levanté y me aparté de la mesa. En vez de meterme en mi habitación en busca de mi sudadera, cogí la chaqueta de punto de mi madre que había colgada en el perchero y me la puse. A pesar de que apenas estábamos en otoño, en los terrenos de la escuela hacía frío cuando se ponía el sol.
Mis padres no me preguntaron a dónde iba. Era una vieja norma: aquel que estuviera a punto de enfadarse tenía que hacer una pausa en medio de la discusión, salir a dar una vuelta y luego volver y decir lo que tuviera que decir. Por muy disgustados que estuviéramos, el paseo siempre funcionaba.
De hecho, fui yo quien creó la regla. Se me ocurrió con nueve años, por eso sabía que el tema de la madurez no era el verdadero problema.
El desasosiego que me producía el mundo que me envolvía, el profundo convencimiento de que no existía un lugar para mí, no tenía nada que ver con ser adolescente. Formaba parte de mí y así había sido siempre. Tal vez siempre sería así.
Mientras paseaba por los alrededores, eché un vistazo en torno a mí, preguntándome si volvería a ver a Lucas en el bosque. Era una idea tonta, ¿por qué iba a pasarse todo el tiempo fuera?, pero me sentía sola y fui a comprobarlo. No estaba. A mis espaldas, la intimidante Academia Medianoche parecía antes un castillo que un internado. Era fácil imaginar princesas encerradas en sus celdas, príncipes luchando con dragones en las sombras y brujas malvadas sellando las puertas con conjuros. Nunca antes le había encontrado menos sentido a los cuentos de hadas.
El viento cambió de dirección y trajo consigo una ráfaga entramada de voces. Las risas procedían del oeste, cerca del cenador del prado occidental. Estaba claro que se trataba de los que estaban celebrando la comida campestre. Me arrebujé aun más en la chaqueta de punto y me adentré en el bosque, aunque no tomé el camino que se dirigía hacia el este, hacia la carretera, el mismo camino que había hecho esa mañana, sino el del pequeño lago que quedaba al norte.
Era muy tarde y todo estaba demasiado oscuro para ver algo, pero disfrutaba con el susurro del viento entre los árboles, el aroma vigorizante de los pinos y el ulular de los búhos, cerca de allí. Llené los pulmones de aire y dejé de pensar en los que estaban de picnic, en Medianoche y en todo lo demás. Me abandoné al momento.
Segundos después, oí unos pasos cerca de mí que me sobresaltaron. Pensé que sería Lucas, pero se trataba de mi padre, que se acercaba tranquilamente con las manos en los bolsillos por el mismo camino que yo había tomado. Sabía dónde encontrarme.
—Esa lechuza está cerca. Qué raro, tendríamos que haberla asustado.
—Seguramente huele una presa. No se irá si cree que puede caerle algo.
Como si quisiera darme la razón, un aleteo veloz estremeció las ramas por encima de nuestras cabezas y la silueta oscura de una lechuza se lanzó en picado hacia el suelo. Unos chillidos espantosos nos convencieron de que un ratoncito o una pequeña ardilla acababa de convertirse en su cena. La lechuza remontó el vuelo demasiado rápido para poder verla. Mi padre y yo nos quedamos mirando. Sabía que debía admirar las dotes de cazadora de la lechuza, pero no pude evitar sentir lástima por el ratón.
—Siento si te he parecido demasiado brusco —se disculpó mi padre—. Eres una joven muy madura y no debería haber sugerido lo contrario.
—No pasa nada. Además, yo también he perdido los estribos. Ya sé que no vale la pena discutir lo de venirnos aquí. Al menos a estas alturas.
Mi padre me sonrió cariñosamente.
—Bianca, ya sabes que tu madre y yo jamás creímos posible que pudiéramos tenerte.
—Ya lo sé.
Por favor, otra vez la charla sobre la «niña milagro» no.
—En cuanto apareciste en nuestras vidas, empezamos a dedicarnos a ti en cuerpo y alma. Tal vez demasiado. Y eso es culpa nuestra, no tuya.
—Papá, por favor. —Adoraba a mi familia, solo nosotros tres ante el mundo—. Te ruego que no hables de ello como si fuera algo malo.
—No, no es eso. —Parecía triste, y por primera vez me pregunté si en realidad a él le gustaba este lugar—. Pero todo cambia, corazón, y cuanto antes lo aceptes, mejor que mejor.
—Lo sé... y lo siento, es que todavía estoy haciéndome a la idea. —Me rugieron las tripas y arrugué la nariz—. ¿Puedo volver a calentarme la cena? —pregunté, esperanzada.
—Tengo la ligera sospecha de que tu madre puede haberse encargado ya de eso.
Efectivamente. Pasamos una velada agradable. Decidí que más me valía pasármelo bien mientras pudiera. Tommy Dorsey sustituyó a Glenn Miller y luego le llegó el turno a Ella Fitzgerald. Charlamos y bromeamos sobre cosas sin importancia: películas, programas de televisión y todo eso en lo que mis padres no perderían ni un minuto si no fuera por mí, aunque intentaron bromear sobre la escuela en un par de ocasiones.
—Vas a conocer a gente maravillosa —me prometió mi madre.
Sacudí la cabeza pensando en Courtney. Apenas habían pasado unas horas y ya era una de las personas menos maravillosas que había conocido en toda mi vida.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Cómo? ¿Ahora ves el futuro? —me burlé.
—Cariño, no me lo habías dicho. ¿Y qué otras cosas predice la adivina? —preguntó mi padre, levantándose para cambiar el disco. El hombre seguía conservando su colección en vinilo—. Me gustaría oírlo.
Mi madre le siguió el juego y se llevó los dedos a las sienes como una gitana prediciendo el futuro.
—Creo que Bianca conocerá... chicos.
El rostro de Lucas apareció en mi mente y se me aceleró el pulso. Mis padres intercambiaron una mirada. ¿Es que mis latidos se oían desde la otra punta de la habitación? Tal vez era eso.
—Pues espero que sean guapos —bromeé.
—Pues yo espero que no demasiado —dijo mi padre, y todos nos echamos a reír: mis padres con ganas, yo tratando de ocultar las mariposillas que revoloteaban en mi estómago.
Me sentía extraña por no hablarles de Lucas. Siempre les contaba todo lo que sucedía en mi vida. Sin embargo, Lucas era diferente y hablar de él habría roto el hechizo. Quería que Lucas siguiera siendo un secreto por el momento, así podía guardármelo para mí sola.
Quería que Lucas me perteneciera solo a mí.